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«Viaje por carretera», mejor que «road trip»

14 de junio de 2021

Querida, Ana:

Parece que se nos han quitado las ganas de saltar. Pensaba que este viaje era lo que necesitaba, el empujón definitivo para colocar bien las cosas y ser capaz de ver qué es lo importante. Me equivocaba, para no variar. Supongo que cuando el desorden vive en tu cabeza no es posible escapar de él. Ramón me escribió el otro día para confesarme que hubo un tiempo que miraba todas las ventanas de su casa intentando decidir por cuál iba a tirarse. También me dijo que ya estaba mejor, así que no te preocupes mucho por él, pero no estaría mal que le mandaras un mensaje para que sepa que sigues viva. Pasar tanto tiempo sola me está viniendo bien. Tengo largas conversaciones conmigo y estoy aprendiendo a quererme mejor. Me escucho y me cuido más, pero echo de menos cosas, como nuestros paseos por el barrio o mi excursión semanal al museo. He vuelto a oír música a todas horas. Estoy haciendo una lista de reproducción kilométrica que te pasaré en algún momento, igual si la escuchamos a la vez podemos sentir que seguimos juntas, aunque nos separe un montón de tierra y arena. No puedo decirte cuándo voy a volver, esperaré a que el cuerpo me lo pida. Cuéntame cómo vas, si la tortuga ha aparecido y si te vuelve a gustar el vino. Y por favor, piensa en mí de vez en cuando. A veces siento que solo existo porque piensas en mí de vez en cuando.

Te mando fotos para que veas algunas de las cosas que he encontrado por aquí. Escríbeme pronto.

B.

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Miguel Hernández I

Tras un casi un año sin poder salir de Madrid, el pasado fin de semana visitamos el pueblo de mi padre. Allí pude hacer realidad una imagen que rondaba desde que finalizó el estado de alarma: abrazar a mis primos y disfrutar de la placidez automática que se te asienta en el pecho según llegas (de pequeño pensaba que en mi pueblo Dios y el Demonio hacían las paces y jugaban juntos en sus divinos asuntos).  

No tuve mucho tiempo para poder hablar de temas en profundidad pero en un momento dado, disfrutando de unas cervezas en el chiringuito de la piscina municipal, mis primos y yo recordamos a nuestro abuelo.  

Murió hace ya 4 años, con 93 otoños sobre los hombros pero la cabeza y el corazón lúcidos. Mi primo Raúl – que por cierto le clareaba la barba mucho más de lo que recordaba- compartió una de las últimas conversaciones con él.  

Mi abuelo le confesó un cierto hastío de vivir. Sin nadie de su quinta alrededor con quien compartir el final del viaje, veía como sus hijos/as, nietos/as y bisnietos/as hacían su vida. Se sentía querido pero se vivía un estorbo. Tenía los achaques propios de esa edad y ya necesitaba que le ayudaran a asearse, amén de otros dolores que acechaban con mayor frecuencia.  

Recuerdo cuando celebramos su 93º cumpleaños. Fue en la casa que ha visto nacer a mi padre y sus hermanos. Un lugar sagrado en mi infancia. Estábamos prácticamente todos los nietos y bisnietos. Yo disfrutaba retratando con fotos un momento que ya se intuía único. A través del visor de la cámara ya me anticipaba a la sensación de nostalgia y cierto vértigo que producirían esas fotos vistas 10 años después. Hacer fotos en un momento emotivo es como esconderse tras una pared con un pequeño agujero: te permite participar y admirar lo que ocurre en ese instante.  

Miraba a mis sobrinos, a mis tías y tíos, a mis primos… y a mi abuelo. La expresión distendida y ligera que recorría todos los semblantes se oscurecía en la mirada perdida suya. Miraba a sus bisnietos, miraba a la tarta con las dos velas encendidas mostrando el número 93, miraba fugazmente a la cámara de fotos ante mi requerimiento. Sus ojos galopaban por todo el salón como el que espera que acontezca algo de un momento a otro pero no sabe por dónde va a venir.   

Yo, detrás del visor de mi cámara, podía permitirme escrutarle sin disimulo. Y de repente entendí su mirada y sus pensamientos. Mi abuelo miraba a su alrededor sabiendo que ese sería su último cumpleaños. No trataba de apurar el momento, como si de un vaso de vino se tratara. Simplemente miraba y nos miraba. Aunque respondiera a nuestras felicitaciones y abrazos, en su gesto se escondía cierta preocupación y tristeza.  

Le cantamos juntos el cumpleaños feliz, sus bisnietos soplaron junto a él las velas. Comimos entre un bullicio alegre  la tarta casera hasta que sólo quedaron migajas. Era una tarde de julio y los vencejos no cesaban de piar frenéticos mientras surcaban el patio de la casa a toda velocidad.  

Cuando todo quedó recogido y en el salón sólo quedamos unos pocos, mi abuelo se recostó en su mecedora. Vaciando sus pulmones con un profundo suspiro, susurró un sentido “ay Señor….”

Su gesto seguía siendo el de que aguarda la llegada de algo. Fuera, el sol terminaba de caer.

PD: mi abuelo se llamaba Miguel Hernández. A su primogénito, mi padre, le llamó Luis Miguel. Y este, a su vez, decidió llamar a su primer hijo Miguel (servidor). Por eso me gusta pensar que soy Miguel Hernández III. Me hace estar permanentemente conectado con esa línea de tres generaciones.

La rebelión de las plantas

Aquí parece que las plantas tienen un poder sobrenatural. Me fui de viaje cuatro días y al volver mi macetero con tres brotes recién plantados era un pequeño bosque de tréboles, margaritas, dientes de león… Malas hierbas las llaman.

Mires donde mires, el verde. Los muros y las ruinas colonizadas de hiedras, madreselvas, buganvillas… Es hermoso y desconcertante, como una fantasía postapocalíptica.

Plantas ruderales, salvajes, oportunistas. Hay que arrancarlas, porque todo lo que se escape a nuestro control hay que eliminarlo. Las plantas solo pueden ocupar los espacios que les permitimos ocupar. Nuestros jardines perfectamente delimitados, nuestras jardineras y setos meticulosamente podados…

Porque si un día te descuidas, crecerán y crecerán, treparán los muros, entrarán por las ventanas, recuperarán lo que un día fue suyo, esa tierra que colonizaron hace ya 500 millones de años.

Y qué bonito sería estar aquí para verlo.

Apuntes aleatorios

  • Escarbo en las notas del móvil y encuentro más de cien párrafos a medio escribir.

  • Antes me daba mucha pena porque pensaba en lo triste que era el camino, pero luego me di cuenta de que esto es la vida y de que llorar en la cama mientras piensas en tus cosas está bien porque nadie nos ha enseñado nunca a lidiar con esto.

  • A ratos me entra esa obsesión con el objetivo de la vida y con lo que vamos a hacer en un futuro y con el crecimiento y la evolución.

  • Me ahogo pensando en lo rápido que se pasa el tiempo.

  • Hubo un tiempo en el que viví más tiempo en el pasado que en el presente.

  • Abuso del uso de la palabra tiempo.

  • El hormigón, el negro, el gris y el blanco, los edificios a medio construir y las cosas que parecen vivas sin estarlo me motivan a seguir moviéndome.

  • Nos quieren separados, nos quieren desconcentrados y nos quieren pensando poco.

  • Cuando me acuerdo de escribir me doy cuenta de lo mucho que me gusta y de lo importante que es para mí.

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Nueva luz

Ahora tengo una nueva luz y estoy organizando mis pensamientos.

Todo ha pasado rápido y sin mucha meditación. En tiempos de confinamiento cualquier huida es atractiva.

Paseo mucho, observo mucho. A veces aparece un olor, algún paisaje que encuentro en la carretera o un determinado sabor que me devuelven recuerdos de mi infancia.

Me doy cuenta de que todo lo que he hecho estos años es correr sin mirar atrás.

Un catálogo de flores

Últimamente me cuesta un poco escribir. Y hacer fotos. La vida en general. Lo único que no me cuesta es salir a pasear con cualquier excusa que me ofrezcan. Salir a ver las flores este año no me parece un plan tan aburrido.

La segunda metamorfosis

Hacía muchos años que no me vestía de nuevo así. Yo, que antes de mis 30 siempre iba vestida elegante y retadora, llevaba demasiado tiempo sin sentirme felina. Antaño solía iluminar la frente de los hombres cuando paseaba con el vientre descubierto y unos pantalones ceñidos a las caderas.

Bufaba a los que osaban soltarme algún comentario grosero por lucir ombligo, y a los que guardaban silencio les regalaba mi contoneo sabiendo que el deseo se les atragantaba con las palabras que habían callado.

Siempre admiré la belleza de mi propio cuerpo y sus curvas. En los años 70, que es cuando mi adolescencia se volvió más voluptuosa, tenía el mismo cuerpo que esas modelos que se pusieron de moda. Ahora ya no es lo mismo, claro, pero ya sabéis: la que tuvo, retuvo.

Cuando llegué a la treintena no sé que paso. Empecé a entibiarme y todo empezó a hacerse más gris casi sin darme cuenta. Tuve oportunidad de formar una familia junto a varios hombres que se desvivieron por mi, por no sé porque me sabía a poco la idea de estar con una sola pareja durante el resto de la vida. Cuando terminé de estudiar en la universidad tenía planes de viajar y recorrer mundo pero tuve un golpe de suerte y me salió un trabajo que sentí no poder rechazar. Mirándolo ahora con perspectiva no sé si fue “suerte” o simplemente “golpe”, porque creo que ahí empezó esa espiral de irrelevancia y sinsabor. Me sentía libre por no encadenarme con ningún hombre pero no me daba cuenta de que por la espalda me aprisionaba un trabajo que me sorbía el color y la libido lentamente. Tenía todo el reconocimiento y éxito que quería, y quizá por eso no me di cuenta del precio a pagar. El peligro de la resignación es que se puede hacer muy progresiva y cómoda, y ahí ya estás perdida.

Treinta y pico años después aquí estoy, a punto de jubilarme (he solicitado retrasar la fecha todo lo posible) y quiero prepararme antes de que llegue ese día en el que lo que más ha dado sentido a mi vida se esfume. Se me antoja que es como tener un hijo pero al revés: de un día para otro tu vida cambia drásticamente y tu existencia anterior se queda en lo anecdótico.

 Por ello contraté a un fotógrafo, hombre y joven. Quería que me hiciera fotos rescatando ropa del armario que nunca llegué a estrenar. Confieso que previamente tuve que mirarme mucho en el espejo para volver a reconocerme, pero ahí estoy. Esa soy yo.

Sentía curiosidad por saber qué tipo de conexión puede haber en una sesión fotográfica. Desplegué mis oxidadas habilidades para engatusarle pero el chico era demasiado joven como para apreciarlas. Creo que lo vivió más una fiesta de disfraces pero qué se le va a hacer. Yo sé que en realidad esta es mi 2º metamorfosis vital: de oruga a mariposa, y de mariposa a saber en qué me convierto.

Me da lo mismo ¡seguro que tendré alas nuevamente!

Una balanza y un libro de magia

Dentro de mí hay dos mujeres y no siempre se llevan bien. Una es impulsiva, gritona y un poco alcohólica. La otra es servil, controladora y muy responsable. Las dos tienden a la melancolía y a la depresión.

A veces la mujer impulsiva sueña con matar a su compañera. Pero entonces se da cuenta de que sin ella se impondría el caos y siempre acaba dejando el cuchillo encima de la mesa.

A veces la mujer impulsiva sueña con marcharse lejos.

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Diario Filomenal

Dia 0

No me tomo normalmente la fotografía como algo muy documental. Pero el día que batimos record de temperatura mínima lo merece.

Día 1

El día que batimos record de nieve acumulada en Madrid también lo merece.

Día 2+

¿Y qué hay de los días siguientes? ¿Qué hay de especial lo siguientes días? Una ciudad colapsada. Por la nieve y por la falta de medios. Un claro ejemplo de las ganas de drenar lo público para repartírselo de manera privada. Porque no va de ahorrar, va de que se lo lleven los míos.

¿Qué hay de especial estos días? Un modelo de ciudad fallido.

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