Tras un casi un año sin poder salir de Madrid, el pasado fin de semana visitamos el pueblo de mi padre. Allí pude hacer realidad una imagen que rondaba desde que finalizó el estado de alarma: abrazar a mis primos y disfrutar de la placidez automática que se te asienta en el pecho según llegas (de pequeño pensaba que en mi pueblo Dios y el Demonio hacían las paces y jugaban juntos en sus divinos asuntos).
No tuve mucho tiempo para poder hablar de temas en profundidad pero en un momento dado, disfrutando de unas cervezas en el chiringuito de la piscina municipal, mis primos y yo recordamos a nuestro abuelo.
Murió hace ya 4 años, con 93 otoños sobre los hombros pero la cabeza y el corazón lúcidos. Mi primo Raúl – que por cierto le clareaba la barba mucho más de lo que recordaba- compartió una de las últimas conversaciones con él.
Mi abuelo le confesó un cierto hastío de vivir. Sin nadie de su quinta alrededor con quien compartir el final del viaje, veía como sus hijos/as, nietos/as y bisnietos/as hacían su vida. Se sentía querido pero se vivía un estorbo. Tenía los achaques propios de esa edad y ya necesitaba que le ayudaran a asearse, amén de otros dolores que acechaban con mayor frecuencia.
Recuerdo cuando celebramos su 93º cumpleaños. Fue en la casa que ha visto nacer a mi padre y sus hermanos. Un lugar sagrado en mi infancia. Estábamos prácticamente todos los nietos y bisnietos. Yo disfrutaba retratando con fotos un momento que ya se intuía único. A través del visor de la cámara ya me anticipaba a la sensación de nostalgia y cierto vértigo que producirían esas fotos vistas 10 años después. Hacer fotos en un momento emotivo es como esconderse tras una pared con un pequeño agujero: te permite participar y admirar lo que ocurre en ese instante.
Miraba a mis sobrinos, a mis tías y tíos, a mis primos… y a mi abuelo. La expresión distendida y ligera que recorría todos los semblantes se oscurecía en la mirada perdida suya. Miraba a sus bisnietos, miraba a la tarta con las dos velas encendidas mostrando el número 93, miraba fugazmente a la cámara de fotos ante mi requerimiento. Sus ojos galopaban por todo el salón como el que espera que acontezca algo de un momento a otro pero no sabe por dónde va a venir.
Yo, detrás del visor de mi cámara, podía permitirme escrutarle sin disimulo. Y de repente entendí su mirada y sus pensamientos. Mi abuelo miraba a su alrededor sabiendo que ese sería su último cumpleaños. No trataba de apurar el momento, como si de un vaso de vino se tratara. Simplemente miraba y nos miraba. Aunque respondiera a nuestras felicitaciones y abrazos, en su gesto se escondía cierta preocupación y tristeza.
Le cantamos juntos el cumpleaños feliz, sus bisnietos soplaron junto a él las velas. Comimos entre un bullicio alegre la tarta casera hasta que sólo quedaron migajas. Era una tarde de julio y los vencejos no cesaban de piar frenéticos mientras surcaban el patio de la casa a toda velocidad.
Cuando todo quedó recogido y en el salón sólo quedamos unos pocos, mi abuelo se recostó en su mecedora. Vaciando sus pulmones con un profundo suspiro, susurró un sentido “ay Señor….”
Su gesto seguía siendo el de que aguarda la llegada de algo. Fuera, el sol terminaba de caer.
PD: mi abuelo se llamaba Miguel Hernández. A su primogénito, mi padre, le llamó Luis Miguel. Y este, a su vez, decidió llamar a su primer hijo Miguel (servidor). Por eso me gusta pensar que soy Miguel Hernández III. Me hace estar permanentemente conectado con esa línea de tres generaciones.