Vino y quedó como un extraño recuerdo en la memoria. Se me antoja hasta lejano en el tiempo y tan solo hace 3 meses que sucedió: una borrasca de nombre cómico que me dejó uno de los recuerdos más dulces para contar a mi hija.
Cuando miro las calles de mi vecindario trato de reconstruir la visión de contemplarlas colmadas de nieve. Una nevada como jamás había visto yo en Madrid.
La nieve siempre me ha parecido fascinante, sobre todo por cómo combina delicadeza, elegancia, belleza, y letalidad al mismo tiempo.
Ver caer los copos con esa liviana inocencia, posarse sobre las cosas como si fueran caricias bienintencionadas, y sin embargo saber que todo lo que engulle es secuestrado con una mordaza blanca que puede quitarte el aliento. ¡Qué paradoja tan hermosa!
En estos días atrás en los que hemos tenido suspendida sobre la ciudad una calima procedente del desierto, recordar todo cubierto de nieve se me hace entrañable. Llegó y nos pilló a todos desprevenidos. Habían alertado de la magnitud que podía alcanzar pero cómo imaginarse una cosa así. Y hasta tuvo la gentileza y el detalle de comenzar un viernes y quedarse bailando con nosotros todo el fin de semana ¡cómo agradecí poder disfrutarla enteramente!
El lunes, con la vuelta al trabajo, comenzó la resaca tras el espectáculo: la nieve convirtiéndose en barro negro, las mierdas de los perros aflorando como malas hierbas en los sitios más insospechados, las placas de hielo atentas a una pisada imprudente, y los contenedores de basura desbordados ante la imposibilidad de circular los servicios de limpieza. Todos los desperdicios que generamos expuestos como una herida abierta supurando.
Me quedaré con ambos recuerdos, ambas caras de la moneda. Hoy, aquí, sólo me apetece mostrar una de ellas.