¿Alguna vez te ha contado un maniquí cómo se siente?
Hay muy pocas personas que tengan ocasión. Por regla general pecan de ser excesivamente tímidos e introvertidos hasta el punto de la mala educación. Ya puedes sentarte a su lado y echarle paciencia que nunca suelen proferir ni media palabra. Sus motivos tendrán, supongo.
Con todo, a veces la realidad supera la ficción. A Lidia se le encaró uno cuando paseaba por la calle Preciados.
Sí, sí, tal como suena. Se le encaró.
Ella miraba distraídamente uno de esos grandes escaparates cuando un maniquí empezó a increparla esa habilidad suya para mirar sin ver nada.
Obviamente ella no se iba a quedar callada ¡hasta ahí podíamos llegar!, una cosa es tolerar a viejas gruñonas que murmuran a las espaldas de la gente y otra muy distinta consentir a un puto maniquí impertinente… por muy insólita que la situación sea.
Lo que parecía que iba a desembocar en una desigual pelea (Lidia ya estaba preparando cómo fingir un desmayo en mitad de la tienda para derribar al dichoso muñeco) viró hacia una conversación con pretensiones reflexivas.
“Ser maniquí puede parecer frívolo e insulso pero detrás hay consideraciones que pocos viandantes se han llegado a plantear” comenzó decir el susodicho.
Y ahí que empezó a hablar de la amplificada sensación de fugacidad en la vida que su condición de plástico duro e inmóvil le hacía percibir.
A diferencia de lo que se podría deducir a primera vista, los maniquíes no experimentan la vida como solitaria ni sus “cuerpos” como prisiones del alma. Parece ser que, a pesar de la caracterización que les dan —las poses de interesante molón, las curvas incoherentes de sus cuerpos, etc…— tienen una sosegada vida interior dedicada a la contemplación de las más altas verdades metafísicas en el Universo.
Su privilegiada condición de observadores ha hecho de ellos auténticos guardianes del conocimiento que en otros tiempos los seres humanos albergaban. Su carácter pausado y las horas de largas e inmóviles meditaciones les han permitido crear una supra conciencia interconectada entre todos ellos. Por ello, resulta que la calle Preciados, con todos los maniquíes que alberga en sus tiendas, supone una vasta red de conocimientos ancestrales celosamente custodiados. Algo así como “la reserva espiritual de toda España”, presume el amago de iluminado polímero.
“¡Tócate los pies mariloli!” piensa con razón Lidia. A fin de cuentas no te enteras todos los días de que las multimillonarias cadenas de ropa de marca están contribuyendo, no por motu propio, eso sí, a construir un legado de riqueza espiritual para las generaciones venideras (no sabemos si de maniquíes o de humanos).
El mayor pesar que cae sobre sus hombros es la paradoja de que, queriendo ser testimonio y propuesta de otro ritmo y estilo de vida, son utilizados para fomentar un consumo desaforado que va más allá de comprar-usar-tirar: es el sofisma del paso acelerado, de la emoción intensa e inmediata a cualquier precio, de la satisfacción en el momento, de la impaciencia extrema propia del púber.
El maniquí continúa compartiendo con Lidia su dolor al ver al común de los mortales comportarse más bien como zombis devorando – consumiendo- todo aquello que encuentran a su paso. Le confiesa que le ha escogido a ella para compartir todos estos secretos impulsado por cierta sensibilidad que ha percibido en ella y que la hace diferente a los demás.
Tras varios minutos de absorbente conversación, esta finaliza cuando un dependiente le pregunta a Lidia si tiene intención de comprar alguna de las prendas que el maniquí lleva puestas (ha debido ser un tanto extraño que una clienta se quede pasmada frente a un maniquí sin dar muestras de interesarle nada más en la tienda).
Lidia sale de la tienda con intención de regresar a su casa y digerir todo lo que el espontáneo maniquí le ha contado. Desde luego ya no podrá pasear por ningún centro comercial de la misma manera.
Entre cavilaciones cae en la cuenta de que había quedado en ir a cuidar del gato de su hermano, que vive solo en un pisito de soltero de oro y lleva de viaje unos días. De repente le asalta la angustia: la última vez que le hizo el mismo favor a su hermano acabó descubriendo por accidente una vieja muñeca hinchable guardada, ya desinflada y arrugada, en el fondo de un armario.
“¡Tengo que avisarle de que hasta que no tire a la basura esa muñeca yo no piso su casa ni de coña!” piensa Lidia. Sólo faltaba que, con eso de la sensibilidad especial que el maniquí “había percibido en ella”, ahora una vieja muñeca hinchable le fuera a compartir todos los secretos que guardaba en su interior.
“¡A saber qué podría llegar a contarme! Suficiente que ya me haya llorado en el hombro un maniquí con ínfulas de Buda”