Los recuerdos de un náufrago

El señor Lázaro lleva viviendo toda la vida en un pueblo de Soria. Es uno de esos pueblos que generación tras generación se ha ido quedando vacío de gente que lo habite y ahora tiene un aura como de museo abandonado.

A sus 91 años ha vivido demasiadas historias y dice sentirse cansado. Mira con recelo a todo el que pasea por su calle, no tanto por desconfianza sino con el estupor contenido de quien contempla a un extraño que nada se le ha perdido en ese rincón del mundo.


La edad y la soledad hace que, tras un primer cruce de saludos formales y comentarios protocolarios —¡qué frío hace en este pueblo!—, el Sr Lázaro comience a compartir sus recuerdos sin necesidad de hacer más preguntas. Relata cómo el pueblo se fue quedando sin jóvenes y cómo hace años tuvo que cerrar su tienda porque nadie acudía a comprar a ella. Ahora sólo quedan un puñado de personas


“Y todas son como los dedos de esta mano: cada una a su manera, ¡muy diferentes!”.

Habla con rabia de cómo el caciquismo en esas tierras ha engañado a mucha gente, él incluido, y consumado con unas pocas manos como únicas dueñas de muchas tierras. A pesar del tono de queja constante en el reguero de palabras no  lamenta que en su día no quiso estudiar. Siempre confió en sus brazos y manos para ofrecer un servicio allí donde se le requiera y así fue. Durante años se encargó de desbrozar caminos y partir piedras para facilitar que la gente fuera de pueblo en pueblo.

De su vida sólo se arrepiente de dos cosas: la primera no haberse sacado en su momento el carnet de conducir. Eso le habría permitido acceder a nuevos trabajos y mejor pagados, pero reconoce que no supo ver esa oportunidad. Se convirtió aún más en un náufrago en ese pueblo de piedra roja escondido entre los montes.

La segunda cosa es haberse casado. En este punto de la conversación baja la mirada y la pierde en un lugar incierto entre el espacio y el tiempo. Su mujer no quería continuar con la tienda que tenían. Cierra la conversación contando que al poco de casarse su mujer quedó embarazada pero, estando la gestación avanzada, perdió al bebé.

“Ya se sabe que cuando una mujer pierde a su hijo en el vientre, se trastorna”.

En ese punto el Sr. Lázaro parece hacerse aún más viejo, se le relaja la cara —con la mirada todavía perdida— y deja ver un atisbo de cicatriz en lo profundo del alma.

“Tuve que llevarla al sanatorio durante años hasta que se abandonó completamente sin que pudiera hacer nada por remediarlo”.

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Parecía que el silencio tras esas palabras se iba a prolongar hasta el límite de la incomodidad pero, sorprendentemente, el Sr. Lázaro recuperó la conversación con temas más triviales y con un gesto fruncido renovado. El frío seguía atenazando a todo incauto que siguiera en la calle, así que tras unos minutos de nuevos rodeos protocolarios me despedí estrechándole la mano.

Yo me fui a la única cafetería existente en el pueblo, mientras el Sr. Lázaro se recluía en el centro de su isla.

Perdón, en su casa.