Dijimos que nos encontraríamos cuando acabara el verano. Y cuando el verano pasó esperé a que aparecieras, pero no volviste. Podría haberte llamado, no dejamos claro si el que tenía que contactar eras tú y yo. Una cosa llevó a la otra y el tiempo fue volando y se me quitaron las ganas de hablar contigo, aunque nunca dejaste de estar en mi cabeza. Así que los agostos pasaron, uno tras otro, sin parar, hasta que me volví a encontrar contigo en el supermercado; llevabas unas acelgas en la mano derecha y yo una coliflor en la izquierda. Había pasado demasiado tiempo, pero no el suficiente. Me echaste en cara, bastante cabreado, que no me perdonabas el haber desaparecido. Y de nuevo una cosa llevó a la otra y acabamos hablando de que seguíamos teniendo miedo a envejecer y de lo fácil que era hablar entre nosotros de las cosas que nos aterrorizaban. Para no sufrir de más, decidimos que era mejor no volver a vernos y al despedirnos me dijiste que odiabas la coliflor y te fuiste antes de que me diera tiempo a responder que a mí las acelgas siempre me hacen vomitar.