Ectoplasma

Me despertó un ruido extraño, un golpe seco de algo estampándose contra algo, como si alguien hubiera tirado el tomo de una enciclopedia al suelo del salón. Me quedé unos segundos mirando al techo, intentando espabilarme del todo y armándome de valor para ir a investigar qué había pasado. Y mientras miraba las sombras que las contraventanas proyectaban justo encima de mi cabeza, escuché otro sonido, pero esta vez mucho más cerca, como si alguien se hubiera agachado a los pies de mi cama y estuviera intentando llamar mi atención a base de golpear la tarima una y otra vez con el dedo.

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¿Qué cojones? Encendí la luz y me incorporé, dispuesta a encontrar lo que fuera que se hubiera colado en mi casa. Pero por mucho que revisé cada esquina, allí no había nada ni nadie. A la mañana siguiente, una foto nuestra me esperaba en la mesilla. Y entonces me acordé.

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Me acordé de que dijiste que si al final te morías, no dejarías que me quedara metida en la cama días y días. Que volverías del más allá y me obligarías a dejar de estar triste. Me acuerdo de que por aquel entonces me pareció un buen plan y te pedí que aparecieras convertido en el olor de tu colonia y que vinieras a verme en un día con mucho sol, para que no me diera un infarto del susto.

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Me acuerdo que te descojonaste y me dijiste que eso nunca, que tu entrada en escena sería fantasmagórica y triunfal, que conseguirías que tuviera tanto miedo que la sola idea de deprimirme me diera escalofríos. Serás cabrón. Una vez más, volví a notar esa sensación agridulce, como cuando estaba contigo. Una vez más, conseguiste exactamente lo que te habías propuesto.

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