De nuevo la luz
Diez días. Cinco ventanas. Nueve horas de luz.
De nuevo es ella la que nos da vida.
Nos saca del tedio.
Nos inspira.
Nos recuerda que el mundo sigue.
Melancolía:
1. f. Tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente […]
Ramona llegó a casa y se preparó para pasar lo que ella llamaba “una tarde hundida en la mierda”. No recordaba muy bien cuándo había empezado a aficionarse a estar triste. Parece que fue con una mala racha, pero después la mala racha pasó y aunque ya no tenía motivos para estar jodida, Ramona siguió encontrando momentos para llorar desconsoladamente. No le costaba demasiado meterse en faena: se sentaba en un sillón en la oscuridad y se ponía a recordar. Bucear en la memoria puede traer emociones muy intensas, ella solo tenía que pensar en las decepciones, los abandonos, los enfados y en algunas personas con las que ya no podía contar. También se acordaba de momentos en los que había sido muy feliz y se centraba en el hecho de que aquello ya no no iba a volver. Entonces, la maquinaria se activaba; primero un presión en la boca del estómago, después la sensación de angustia y por último las lágrimas, que empezaban a caer a raudales hasta que ya no tenía más.
La tristeza vaga, profunda y sosegada la envolvía y ella se dejaba llevar. Y al salir de casa, veía todo más nítido, más claro, como si las cosas tuvieran mucho más sentido.
Semanas atrás hablábamos mi amiga Gema y yo de las ganas de vernos tras tantos meses de no compartir una miserable caña. En la conversación me comentó que estaba realizando un taller de escritura y, lógicamente, me entró mucha curiosidad por leer alguno de sus textos.
Accedió advirtiéndome “soy oscura escribiendo, aviso”, a lo que le respondí que en realidad no me llegaba a sorprender tal cosa.
Mes y medio después me mandó un mensaje diciéndome que le encantaría saber por qué no me sorprendía.
Para aclaración del lector es importante decir que tanto Gema como yo somos personas vitalistas, de gran apetito en todos los sentidos (un claro síntoma de que disfrutamos la vida), y luminosas; cada uno a su manera. La advertencia de Gema tenía sentido porque a priori podría haberme imaginado sus textos siempre inspiradores de un ideal y reconciliadores con la vida. Con hondura e incisivos, por supuesto, pero equilibrados en todo momento.
A estas alturas todavía tengo pendiente responderla. Como no es una respuesta rápida que se pueda despachar en un audio de wasap tengo que meditarla a partir de mi propia experiencia.
En realidad todos y cada uno de nosotros tenemos muchos rincones. Las personas me fascinan por todo el abanico de matices y recovecos que tienen dentro de sí. ¿No es impresionante cómo se armonizan emociones, pensamientos y actitudes contradictorias entre sí en el recipiente de un ser humano y su contexto? Esa sombra que a veces nos guía y nos inspira es algo intrínseco. Ojo, que no estoy hablando del “Mal” o del “Bien”. Me estoy refiriendo a algo mucho más cotidiano. Con un sabor muy concreto... ¿melancolía?, ¿tristeza? ¿anhelo? ¿separación? ¿desesperanza? ¿soledad?. Es como cocinar utilizando muchas especias.
Es Eso que florece cuando caminas por la umbría de tu corazón el suficiente tiempo. Por supuesto no puedes quedarte instalado ahí para siempre; acabarías consumido.
Aunque uno no lo sepa, todos somos como un jardinero que cultiva variedades exóticas de botánica muy diferentes entre sí.
Partiendo de aquí, no nos debería sorprender encontrar cianes, turquesas y azules en alguna mirada perdida de los que nos rodean.
Lo que sí es curioso e interesante es ver cómo la expresión artística fomenta una erupción de esos sabores y colores. ¿Qué nos pasa que cuando buscamos dentro nos suele salir la sombra? ¿Exorcismo? Recuerdo un taller de arte terapia que hice hace 15 años. Fue muy corporal, muy sensorial. Lo disfruté mucho. Una de las actividades se desarrollaba con pintura y colores, y todo lo que pintaba me recordaba a mi sombra. Podía empezar intentando combinar colores de manera armónica. Utilizando formas equilibradas que inspiraban ligereza... pero según avanzaba siempre acababa en el lado opuesto: una hoja saturada de colores, mezclados entre sí y sin destacar ninguno en concreto, sin equilibrio. Espeso ante la vista.
Tuve la sensación de que no podía escapar de mi mismo. Al final del camino siempre estaba yo, hiciera lo que hiciera.
Años después sigue pasándome lo mismo, aunque no me supone algo incómodo. En realidad es una suerte que la vida siempre nos confronte con nosotros mismos. Mal nos iría si pudiéramos eludir mirarnos al espejo.
Yo me siento a gusto con mi persona. Me gusta mi ligereza por la vida. No acostumbro a entramparme. Creo que no intento controlar lo que no está a mi alcance. Me gusta cultivar amor para mi vida. Me gusta tener un corazón expuesto y vulnerable. Y aun así, cuando exploro a través de la fotografía me nace plasmar tensión no resuelta, incomodidad, una belleza ambigua e inquietante. Durante años lo definí como “oscuro”, pero en realidad no creo que llegue ni a eso. Simplemente es la vida que nos baila. Y la vida, en toda su plenitud, no nos cabe en definiciones y conceptos.
Sin duda es tentador intentar meterla en esos cajones, pero no nos engañemos: hacerlo sería como no querer mirarse en el espejo.
Por cierto, este viernes he quedado con mi amiga Gema. ¡Qué ganas tengo de volver a hablar con ella!
Sí amigos, ya por fin somos tres.
Cuando uno alcanza un hito, es extraño con qué rapidez se olvida el periplo por el que se haya pasado previamente. En realidad decir “olvidar” es un tanto extremo pero desde luego sí se tamiza el recuerdo de todo ese proceso.
Mi hija Luna ya tiene 5 meses y está preciosa y rolliza.
La paternidad me está pareciendo más desconcertante de lo que habría imaginado pero por razones muy diferentes a las que pensaba.
Antes de que naciera Luna siempre me había imaginado la paternidad como una experiencia que me mantendría constantemente flotando, atónito y secuestrado, en la incredulidad del hecho en sí. Algo así como que te esté constantemente explotando la cabeza porque no aciertas a entender cómo es posible que se cree una vida a partir de uno mismo (en parte).
Yo sentí de lleno el deseo de ser padre por primera vez a los 15 años (sí, así de precoz). Desde entonces imaginaba que cuando nace un hijo/a uno vive una revelación casi divina. Uno es cegado por el acontecimiento y a partir de ahí, mire donde mire, el mundo ya no se puede percibir igual.
Ver nacer a mis sobrinos o a los hijos/as de mis amistades me acercó a esa experiencia, así que deducía que el día que tuviera entre mis brazos a “mi” criaturita sencillamente Miguel desaparecería. Lo que quedara de él sería otro ente ¡uno mejor, sin duda!.
La cuestión es que esta experiencia tiene muchos matices. Yo estuve presente en el parto. Estaba junto a Mar cuando, en el pujo final, Luna salió hecha un burruñito y dormidita. Fueron dos segundos lo que duró el recorrido desde las manos de la matrona hasta el pecho de mi mujer pero los recuerdo muuuucho más largos. Recuerdo estar a punto de llorar emocionado cuando visualizaba la cabecita justo antes de salir. Curiosamente en el mismo momento que la matrona la elevó algo hizo “clic” en mi y se hizo una especie de silencio incomprensible. Recuerdo la expresión de mi cara (por cómo sentía los músculos): incredulidad, boquiabierta. Me quedé paralizado. ¿Sabéis cuando un petardo explota cerca de vosotros y durante unos segundos sólo escucháis el pitido en vuestros tímpanos? Hay una extraña sensación de estar “a parte” del mundo hasta que te recuperas. Pues en el parto a mi me pasó lo mismo. Sé que no tuve ningún pensamiento durante varios segundos. Sólo había una extraña conciencia de observador, inquietantemente neutra, y el asombro de no estar entendiendo absolutamente nada de lo que estaba pasando. Veía a mi hija sobre el pecho de Mar, dando cabezaditas para buscar el alimento. Mar completamente emocionada y feliz. Y yo con los ojos a punto de salírseme de las cuencas. Estuve así varios minutos, acercándome lentamente, sin llegar a entender qué estaba pasando.
Fue a las dos horas, al dormír por primera vez a mi hija en brazos, cuando empecé a comprender e interiorizar todo lo que había ocurrido. Todo el torrente de emociones y vínculo se desató entonces.
Superado el shock de los primeros momentos empecé a experimentar que la realidad y el momento presente se imponen sin opciones. No deja de sorprenderme la operatividad que de manera innata me sale. Desde entonces y hasta el presente no hay momentos de “secuestro místico” porque eso supondría descuidar a la prole mientras uno levita. El cerebro es muy sabio. Presente, presente y presente. Atención, atención y atención.
De repente te encuentras viviendo tu vida de siempre (1º paradoja imposible) junto a tu bebé como si llevaras toda tu existencia haciéndolo (2º paradoja imposible). Contrariamente a lo que se pueda pensar, no hay sensación de sorpresa ni de novedad. Únicamente en puntuales momentos de lucidez Mar y yo caemos en la cuenta de dónde nos encontramos. Siempre nos reímos asombrados de cómo ha sido posible todo esto. ¡Yo apenas recuerdo el embarazo!, de hecho apenas recuerdo más allá de una semana atrás. No es mala memoria, es la prioridad del presente. El presente exige tanto que no hay espacio en el cerebro para dedicar energías a otros tiempos.
El “secuestro” que intuía tiene lugar de formas diferentes: dormirla en brazos, que apoye su cabecita en mi pecho, cantarla y ver cómo me mira fijamente. Es una extraña manera de conjugar el presente y la ausencia. Hay dos cosas que me elevan por encima de todas: escuchar a Luna balbucear y hacer ruiditos, y olerla. En ambas situaciones os aseguro que mi cerebro, físicamente, vibra. Algo extraño pasa porque noto que algo cambia en mi de manera perenne. Lo que es la biología, oye. Eso sí que es perderse en uno mismo, desaparecer.
Puedes estar agotado, tener los brazos y la espalda llena de contracturas y tendinitis, pero hay algo que te pide una y otra vez estar cerca de ella. Es muy llamativo que cuanto más contacto físico hay más se asienta y estrecha el vínculo. Menos mal que no le importa que me la coma a besos.
Hay otras cuestiones que hacen de la paternidad algo sorprendente como por ejemplo...
… disculpad... me ha parecido escuchar...
Sí, efectivamente, mi hija me está llamando.
Hasta pronto.
Ayer cogí uno de los miles de cuadernos que tengo esparcidos por casa y lo abrí por una hoja al azar. Ponía “a veces pierdo el pulso que me mueve a hacer cosas”. No sé cuándo escribí esa frase, pero podía haber sido hoy; como soy un poco ciclotímica, hay días que no le encuentro el sentido a nada y otros me vengo arriba con solo abrir la ventana y oler la lluvia. Antes no sabía identificar la ansiedad ni el porqué de este circo de emociones. En este momento, después de unos cuantos años de terapia y de trabajo personal, veo venir la tristeza desde lejos. Y ahora tengo más armas para hacerle frente. Mi truco favorito es agarrarme a las cosas que me hacen sentir bien. Puede parecer un truco de mierda, pero funciona de verdad. Entonces, cuando no tengo ganas de nada, pienso en Mei y en Elliott. Pienso en mis padres y en mi hermana y en Jose, que siempre están cuando tienen que estar. Pienso en viajar con ellos, en todos los sitios en los que hemos estado juntos. Pienso en Londres y en pasearme sola por un museo; pienso en libros y en Vemödalen y en carretes de fotos y en una caja de lápices que estoy aprendiendo a usar. Pienso en el privilegio y en beberme una cerveza con unos amigos mientras me doy cuenta de mi suerte. Pienso en un viaje en coche por una carretera llena de edificios increíbles.
“Va a ser un fotón”. Lo dices mientras accionas la palanca de arrastre. La imagen continua en tu cabeza unos minutos. Pasan un par de semanas o tres, revelas el carrete. La buscas entre los negativos y cuál es tu sorpresa cuando descubres que efectivamente, es un fotón.
Porque la fotografía analógica va de eso. De abrazar el error. Incluso de buscarlo, de desearlo a veces. El error es descubrimiento, es asombro, es sentimiento.
¿Y la vida sin errores qué sería?
Un aburrimiento.
Mi pared y yo tenemos una relación un poco extraña. Después de 5 años viviendo juntos, hemos empezado a darnos cuenta de que estamos ahí. Claro que yo sabía que había un pared, sólo que nunca me había parado a mirarla demasiado.
Creo que ha empezado a preocuparse por mí. Ahora todos los días me da una formita diferente con la que entretenerme un poquito. Un rayito de sol aquí, una manchita allá. A veces aparece un rozón donde no toca. Seguro que lo hace sólo para que tenga algo nuevo que limpiar. A veces parece incluso un corazón. No sé, creo que le gusto un poco.
Me gustaría que me contara lo que piensa de mí después de 104 días juntos. ¿Somos buenos el uno con el otro? ¿Lo seguiremos siendo cuando podamos salir de casa?
A simple vista, aquel día parecía un día más. No hubo nada que me hiciera pensar que algo extraño estaba pasando. Sin embargo, sí que noté algo diferente en el estómago, una presión constante en las tripas. Dicen que es justo ahí donde vive el instinto.
Me desperté a las siete, como cada mañana, miré por la ventana y todo seguía tan quieto como lo había estado en las últimas semanas. Los gatos maullaron medio dormidos y fue entonces cuando dije en alto: “ahora es cuando me tengo que ir”. Creo que fue mi estómago el que habló. Como si fuera un apéndice aparte, como si hubiera decidido separarse de mí. Puede que fuera porque llevaba tiempo sin hacerle caso. Cogí las llaves del coche, abrí la puerta y salí despacio.
En la calle, seguía el silencio. Nadie nos había contando cómo iba a ser el fin del mundo, pero yo estaba convencida que, una de dos, o era increíblemente ruidoso, lleno de gritos, lloros y explosiones o nos dejaba a todos mudos. Por si acaso nos decantábamos por la segunda opción, yo había aprendido a llorar para dentro años antes. Me metía en el baño a practicar. Desde hace tiempo las lágrimas y los mocos caían a raudales por mi cara sin hacer un solo puto ruido.
Y entonces me encontré en el bosque. No estoy muy segura de cómo llegué hasta allí. Estaba descalza y en pijama y la planta del pie derecho me sangraba con ganas. Yo creo que al salir de casa, pisé un trozo de litrona de los guarros que siempre beben en el portal. Que digo yo que beban donde quieran pero ¿por qué cojones no recogen su basura? En fin, que me desvío del tema, que me enrollo y nunca acabo contando lo que quiero contar. Como no tenía otra cosa que hacer, me puse a pasear. Fui dejando un reguerito de sangre por el camino andado, igual que el rastro de migas de pan que dejaban los niños del cuento ese. Y entonces lo vi.
Estaba ahí parado, como si estuviera esperándome, pero por su cara de sorpresa creo que no pensaba encontrarse a nadie allí. Mi estómago habló otra vez: “yo creo que eres un monstruo. No sé por qué, pero no me das miedo”. No sé si tengo ganas de seguir contando esta historia. Ya sabéis cómo acaba, me levanté en el hospital. Hay quien dice que me he vuelto loca y hay quien dice que les pasó lo mismo ese día, exactamente lo mismo. El silencio, el bosque, el estómago que va por libre, el monstruo y la falta de miedo. La falta de miedo y el silencio es lo que más echo de menos.
Sólo necesitábamos el aire puro.
Pensábamos que necesitábamos viajar más, tachar más ciudades en el mapa, ir más lejos, visitar más lugares nuevos, hacer más fotos, tener más recuerdos en sitios diferentes.
Qué equivocados estábamos. Al final sólo necesitábamos el aire puro el verde de las hojas, el agua de un río, el sonido del mar.
Cuántos atardeceres nos hemos tenido que perder para ver que en realidad todo era más sencillo.