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Todos los comienzos de año

¿No os pasa que la Navidad os deja siempre un regusto agridulce? El 7 de enero para mí es un día extraño. Siento alivio y tristeza, energía y ansiedad. Se junta el vértigo que me da el tener un nuevo año por delante con la angustia que me genera el pensar en lo rápido que corre el tiempo. Las celebraciones navideñas me sobrevuelan sin darme cuenta y para cuando he abierto los ojos todo ha pasado y ya no tengo nada a lo que agarrarme. Esto me pasa todos los comienzos de año.

Este enero está siendo particularmente raro. Pienso en el 2022 y no sé muy bien qué es lo que ha pasado; así que rebusco en mis archivos. Las fotografías siempre me han atado a la realidad, me recuerdan que yo estuve allí y que vi lo que vi. Estas son las pruebas visibles de que no me he vuelto loca.

La movida de empezar el año

El día 1 de enero a las 00:11 me llamó mi abuela por teléfono. En un primer momento me asusté, ya que mi yaya hace tiempo que no celebra fin de año y decide irse a dormir sobre las 22h religiosamente, sin romper su hermética cotidianidad. Al coger la llamada me felicitó el año de una forma muy animada, notaba las copas de más en su voz. Me explicaba que estaba en casa de su amiga Mercedes y que, como iban a pasar ese día solas, decidieron montarse ellas la fiesta. Me puso feliz escucharla empezar así el año.

Siempre he tenido la superstición de pensar que como pases el primer día del año es un resumen de cómo irán los otros 364 días. Es una presión que debería abandonar algún año de mi vida, pero no va a ser éste.

Cuando volví del viaje y fui a verla me explicó esa noche entre risas y bromas. También hicimos las primeras fotos del año de ese proyecto fotográfico que compartimos y del que tantas horas ocupa en mi vida y dispersa cabeza.

Así que este año si hemos empezado tan bien todo nos indica que nos saldremos con la nuestra :)

Málaga no era esto

Yo os reconozco que a veces me canso de buscar un tema todos los meses sobre el que escribir. Vine a esta playa buscando disfrutar de un atardecer sin más. Sin pensar en la vida y con el encefalograma un poco plano. Vale que vine también un poco por los espetos. Y los vinitos.

No esperaba encontrarme destructores imperiales en el cielo. Seguramente sean los vinitos. Tiene que serlo, porque las gaviotas también me dan vueltas.

No sé, creo que podría acostumbrarme a esto todas las tardes.

Galería de paisajes inventados

Sofía ha abierto la ventana y un soplo de aire helado le ha dejado las orejas rojas. Mira la ciudad desde arriba y se pregunta cómo ha llegado hasta allí. Cuando una está dentro de la casa, todo se ve distinto, a veces más acogedor, a veces más asfixiante. Ella observa y se pregunta qué diferencia hay entre lo que hay dentro y lo que está fuera, entre el calor y el frío, entre este lugar donde se encuentra ahora y el lugar donde nació.

Los colores del otoño

A veces me canso un poco de los textos intensitos. Los míos incluidos. De hecho, principalmente de los míos. Me pregunto si tenemos que ponernos siempre profundos para encontrarle sentido a los textos que escribimos. ¿Dónde están los textos alegres? Las risas. Esos sí que son difíciles de escribir, eh.

O las fotos bonitas sin más. Sin pretensiones. Coges la cámara, te das un paseo tranquilito y vuelves. Fotos de hojitas de colores. Las ordenas cromáticamente para parecer que las hiciste con esa intención y a correr.

Muchas de estas fotos se hicieron ese puente de diciembre que diluvió en toda España. Y qué bonito es pasear también bajo la lluvia con un chubasquero y una cámara.

Un nuevo atributo para Dios

Daniel siempre se había sentido intrigado por el paso del tiempo. Ya desde pequeño sus padres se miraban extrañados cuando le veían absorto tocando un objeto y diciendo saber el tiempo que tenía desde su creación. Si no fuera porque lo atribuían a un cándido juego infantil y al gusto por las matemáticas, lo habrían mandado al médico. Le duró toda la infancia y parte de su juventud, momento en que dejó de compartir sin filtro alguno su apuesta por la longevidad de cada cosa que palpaba. En esos años prefirió simplemente sonreír para sus adentros, como el que calla una verdad ingrata.

Pero en realidad Daniel jugaba con ventaja. Tenía el extraño don de conocer al instante el tiempo real de cada objeto que tocaba desde el momento de su creación. El dato le asaltaba sin saber cómo en forma de certeza nítida. Incluso hasta las horas exactas podía descifrar.

Segundos después llegaba también otra información más confusa, mucho más desdibujada. Casi como un sueño del que apenas consigues recordar según te despiertas. Eran los restos de las emociones y vínculos depositados en dicho objeto por todas aquellas personas que habían interactuado con él a lo largo de su existencia. Cada vez que Daniel se abría a su don al tocar cualquier cosa, se estremecía reviviendo pálidamente todo ese  amasijo de vivencias concentradas en pocos segundos. Siempre era una experiencia demasiado intensa. Siempre había demasiadas voces.

¿Dónde iban a parar todas esas vivencias? ¿Qué habría sido de ellas si no hubiera estado él para rescatarlas reviviéndolas? Era algo que le atormentaba. Acabó llegando a la conclusión de que a los clásicos atributos que se le otorgan a Dios (omnisciencia, omnipresencia, omnipotencia…) habría que sumarle el poder vivir simultáneamente, y en una sola conciencia, todos los acontecimientos y emociones que tuvieron, están teniendo y tendrán lugar en la existencia del universo. ¡Alguien tenía que aglutinar toda esa información y guardarla de manera perenne al vivirla en un instante constante!

Ahora ya de adulto, con más callo en el estómago para aguantar el ímpetu de ese torrente emocional, Daniel se dedicaba a visitar museos de todo tipo y frecuentar los edificios sacros (nada como  las iglesias para poder tocar disimuladamente las imágenes, esculturas, tallas, y todo lo que se ponga a tiro). A pesar de la experiencia, tenía que medir bien sus fuerzas y ser selectivo con aquello que escogiera para “ser traspasado” (como le gustaba describirlo). Por ejemplo, en su día ya aprendió la lección de que las armas (lanzas, espadas, etc) eran mejor dejarlas aparte. Tardaba días en recuperarse. En general cualquier objeto de valor que fuera blanco fácil de la codicia tenía siempre una historia indigesta detrás.

Supongo que a estas alturas os podréis imaginar qué eligió Daniel como profesión para el resto de su vida, ¿no? Efectivamente: restaurador de arte.

Bed and Breakfast

Ojalá me lo hubieras pedido a mí el coger un maldito avión y perdernos por las calles de ciudades donde nadie nos conociera.


Ojalá me hubieras pedido a mí dormir poco, bailar mucho, gastar nuestros ahorros en conciertos, enamorar a tu abuela, enviarnos memes de por vida, probar todas las pizzas de la ciudad y después quemarlo todo.

Entrar en tu mundo interior que tanta risa y ternura me genera. Hacerte fotos en contrapicado, contarnos el día, ir a ver exposiciones, hacerte pasar vergüenza a través de tu ventana y mirar todas las temporadas de Crims.

Ojalá me hubieras pedido a mí que existiera un nosotros, pero sin comidas familiares.

Hacernos reír en las bajonas y celebrar las victorias.


Y que, poco a poco, las ganas fueran a menos y la rutina acabara con nosotros hasta echarnos de menos en vida. Con todo llegara el frío invierno y al cruzarnos nosécuántotiempodespués bajáramos la mirada y disimuláramos la sonrisa.


Ojalá me lo hubieras pedido a mí, pero te habría dicho que no. 

Siempre nos quedará aquel Bed and Breakfast.




En la ciudad espiral

Se da en Tánger un fenómeno inusual por el cual el tiempo y el espacio se vuelven elásticos.

La primera vez que estuve allí olvidé qué día era. Aislada por las calles de la Medina tardé en enterarme por un correo de mi aerolínea de que el vuelo que debía haber cogido esa tarde había despegado sin mi.

La segunda vez que estuve allí me obsesioné con buscar la fuente en la que dos de mis vampiros favoritos se sentaron a esperar la muerte. En lugar de eso nos encontramos mil veces volviendo al punto de partida, algo imposible en un laberinto de miles de callejones serpenteantes. Concluimos que el problema era que la ciudad era un bucle, se movía a nuestro ritmo repitiéndose para que no nos perdiésemos.

La última tarde que pasé en Tanger la niebla del atlántico lo tapó todo. Envueltas por una nebulosa láctea paseamos guiadas por la magia de la ciudad espiral.

El Nueva York de Carmen Martín Gaite

La Visión de Nueva York de Carmen Martín Gaite está llena de collages, fotografías y textos. Al igual que en su día hizo esta escritora a la que admiro tanto, me he propuesto hacer un cuaderno de viaje sobre una ciudad a la que no me canso de ir. Pero los días pasan y mi cuaderno no crece, se ha quedado estancado en unas cuantas imágenes analógicas.

Supongo que es el primer paso. Tengo la base para que mis collages florezcan, aunque no le haya dedicado el tiempo suficiente. Quién sabe. A lo mejor algún día puedo marcharme unos meses fuera de mi ciudad y empezar a escribir, fotografiar, cortar y pegar sin tener que pensar demasiado.

Martín Gaite decía que lo raro es vivir. A mí vivir siempre me ha parecido rarísimo y por eso me siento muy unida a ella (además de porque sus libros me llegan al alma). Creo que hacer un álbum sería un buen homenaje.

Igual algún día de estos.

Siempre costó decir adiós

Amelia le contaba a su amiga  lo impactada que estaba tras la reciente muerte de su madre. Había vivido lo suficiente, 91 años,  pero los últimos tres años de vida fueron especialmente duros. El alzheimer y la demencia senil hicieron desaparecer a la mujer lúcida que tanto había idolatrado. Su muerte era en realidad una muerte a medias, a plazos. Para ser exactos empezó a morirse realmente cuando se le olvidaba momentáneamente quién era esa mujer tierna y afable que la visitaba sistemáticamente en la residencia. En un principio esos lapsus le duraban unos segundos y enseguida recobraba la memoria “Ay hija, qué tontorrona estoy. ¿Te puedes creer que se me había olvidado tu nombre?” preguntaba con risa forzosa para intentar ocultar su inquietud.

A los 5 meses ya no era capaz de reconocerla durante periodos de más de 1 hora, sin embargo era curioso cómo en las fotos de cuando era joven se seguía reconociendo y contaba los pormenores de sus amistades y de cuando conoció a su marido, el padre de Amelia.

Al año ya ni siquiera reaccionaba con curiosidad a las fotos de antaño. Miraba con curiosidad pasmada a Amelia, como confundiéndola con otra empleada más de la residencia.  

“Lo más duro no era que no supiera quien soy. Lo más duro fue ver cómo ni siquiera se acordaba de mi padre. ¡Mi madre adoraba a mi padre y ni siquiera era capaz de recordar que había estado casada toda su vida!” sollozaba Amelia.

Durante ese último año de vida de su madre, a pesar de que el diagnóstico no dejaba dudas, Amelia no se atrevió a tocar el dormitorio de su madre. Lo mantenía intacto: la cama, las fotos, los detalles de las estanterías… Como si su madre fuera a volver de un largo viaje y fuese a agradecerla encontrarlo todo tal como lo dejó.

Tras su muerte decidió que lo mantendría así de manera indefinida. Era el único espacio en que podía volver a encontrarse con la mujer que había sido su madre.