Amelia le contaba a su amiga lo impactada que estaba tras la reciente muerte de su madre. Había vivido lo suficiente, 91 años, pero los últimos tres años de vida fueron especialmente duros. El alzheimer y la demencia senil hicieron desaparecer a la mujer lúcida que tanto había idolatrado. Su muerte era en realidad una muerte a medias, a plazos. Para ser exactos empezó a morirse realmente cuando se le olvidaba momentáneamente quién era esa mujer tierna y afable que la visitaba sistemáticamente en la residencia. En un principio esos lapsus le duraban unos segundos y enseguida recobraba la memoria “Ay hija, qué tontorrona estoy. ¿Te puedes creer que se me había olvidado tu nombre?” preguntaba con risa forzosa para intentar ocultar su inquietud.
A los 5 meses ya no era capaz de reconocerla durante periodos de más de 1 hora, sin embargo era curioso cómo en las fotos de cuando era joven se seguía reconociendo y contaba los pormenores de sus amistades y de cuando conoció a su marido, el padre de Amelia.
Al año ya ni siquiera reaccionaba con curiosidad a las fotos de antaño. Miraba con curiosidad pasmada a Amelia, como confundiéndola con otra empleada más de la residencia.
“Lo más duro no era que no supiera quien soy. Lo más duro fue ver cómo ni siquiera se acordaba de mi padre. ¡Mi madre adoraba a mi padre y ni siquiera era capaz de recordar que había estado casada toda su vida!” sollozaba Amelia.
Durante ese último año de vida de su madre, a pesar de que el diagnóstico no dejaba dudas, Amelia no se atrevió a tocar el dormitorio de su madre. Lo mantenía intacto: la cama, las fotos, los detalles de las estanterías… Como si su madre fuera a volver de un largo viaje y fuese a agradecerla encontrarlo todo tal como lo dejó.
Tras su muerte decidió que lo mantendría así de manera indefinida. Era el único espacio en que podía volver a encontrarse con la mujer que había sido su madre.