Número 44

Málaga no era esto

Yo os reconozco que a veces me canso de buscar un tema todos los meses sobre el que escribir. Vine a esta playa buscando disfrutar de un atardecer sin más. Sin pensar en la vida y con el encefalograma un poco plano. Vale que vine también un poco por los espetos. Y los vinitos.

No esperaba encontrarme destructores imperiales en el cielo. Seguramente sean los vinitos. Tiene que serlo, porque las gaviotas también me dan vueltas.

No sé, creo que podría acostumbrarme a esto todas las tardes.

Galería de paisajes inventados

Sofía ha abierto la ventana y un soplo de aire helado le ha dejado las orejas rojas. Mira la ciudad desde arriba y se pregunta cómo ha llegado hasta allí. Cuando una está dentro de la casa, todo se ve distinto, a veces más acogedor, a veces más asfixiante. Ella observa y se pregunta qué diferencia hay entre lo que hay dentro y lo que está fuera, entre el calor y el frío, entre este lugar donde se encuentra ahora y el lugar donde nació.

Los colores del otoño

A veces me canso un poco de los textos intensitos. Los míos incluidos. De hecho, principalmente de los míos. Me pregunto si tenemos que ponernos siempre profundos para encontrarle sentido a los textos que escribimos. ¿Dónde están los textos alegres? Las risas. Esos sí que son difíciles de escribir, eh.

O las fotos bonitas sin más. Sin pretensiones. Coges la cámara, te das un paseo tranquilito y vuelves. Fotos de hojitas de colores. Las ordenas cromáticamente para parecer que las hiciste con esa intención y a correr.

Muchas de estas fotos se hicieron ese puente de diciembre que diluvió en toda España. Y qué bonito es pasear también bajo la lluvia con un chubasquero y una cámara.

Un nuevo atributo para Dios

Daniel siempre se había sentido intrigado por el paso del tiempo. Ya desde pequeño sus padres se miraban extrañados cuando le veían absorto tocando un objeto y diciendo saber el tiempo que tenía desde su creación. Si no fuera porque lo atribuían a un cándido juego infantil y al gusto por las matemáticas, lo habrían mandado al médico. Le duró toda la infancia y parte de su juventud, momento en que dejó de compartir sin filtro alguno su apuesta por la longevidad de cada cosa que palpaba. En esos años prefirió simplemente sonreír para sus adentros, como el que calla una verdad ingrata.

Pero en realidad Daniel jugaba con ventaja. Tenía el extraño don de conocer al instante el tiempo real de cada objeto que tocaba desde el momento de su creación. El dato le asaltaba sin saber cómo en forma de certeza nítida. Incluso hasta las horas exactas podía descifrar.

Segundos después llegaba también otra información más confusa, mucho más desdibujada. Casi como un sueño del que apenas consigues recordar según te despiertas. Eran los restos de las emociones y vínculos depositados en dicho objeto por todas aquellas personas que habían interactuado con él a lo largo de su existencia. Cada vez que Daniel se abría a su don al tocar cualquier cosa, se estremecía reviviendo pálidamente todo ese  amasijo de vivencias concentradas en pocos segundos. Siempre era una experiencia demasiado intensa. Siempre había demasiadas voces.

¿Dónde iban a parar todas esas vivencias? ¿Qué habría sido de ellas si no hubiera estado él para rescatarlas reviviéndolas? Era algo que le atormentaba. Acabó llegando a la conclusión de que a los clásicos atributos que se le otorgan a Dios (omnisciencia, omnipresencia, omnipotencia…) habría que sumarle el poder vivir simultáneamente, y en una sola conciencia, todos los acontecimientos y emociones que tuvieron, están teniendo y tendrán lugar en la existencia del universo. ¡Alguien tenía que aglutinar toda esa información y guardarla de manera perenne al vivirla en un instante constante!

Ahora ya de adulto, con más callo en el estómago para aguantar el ímpetu de ese torrente emocional, Daniel se dedicaba a visitar museos de todo tipo y frecuentar los edificios sacros (nada como  las iglesias para poder tocar disimuladamente las imágenes, esculturas, tallas, y todo lo que se ponga a tiro). A pesar de la experiencia, tenía que medir bien sus fuerzas y ser selectivo con aquello que escogiera para “ser traspasado” (como le gustaba describirlo). Por ejemplo, en su día ya aprendió la lección de que las armas (lanzas, espadas, etc) eran mejor dejarlas aparte. Tardaba días en recuperarse. En general cualquier objeto de valor que fuera blanco fácil de la codicia tenía siempre una historia indigesta detrás.

Supongo que a estas alturas os podréis imaginar qué eligió Daniel como profesión para el resto de su vida, ¿no? Efectivamente: restaurador de arte.

Bed and Breakfast

Ojalá me lo hubieras pedido a mí el coger un maldito avión y perdernos por las calles de ciudades donde nadie nos conociera.


Ojalá me hubieras pedido a mí dormir poco, bailar mucho, gastar nuestros ahorros en conciertos, enamorar a tu abuela, enviarnos memes de por vida, probar todas las pizzas de la ciudad y después quemarlo todo.

Entrar en tu mundo interior que tanta risa y ternura me genera. Hacerte fotos en contrapicado, contarnos el día, ir a ver exposiciones, hacerte pasar vergüenza a través de tu ventana y mirar todas las temporadas de Crims.

Ojalá me hubieras pedido a mí que existiera un nosotros, pero sin comidas familiares.

Hacernos reír en las bajonas y celebrar las victorias.


Y que, poco a poco, las ganas fueran a menos y la rutina acabara con nosotros hasta echarnos de menos en vida. Con todo llegara el frío invierno y al cruzarnos nosécuántotiempodespués bajáramos la mirada y disimuláramos la sonrisa.


Ojalá me lo hubieras pedido a mí, pero te habría dicho que no. 

Siempre nos quedará aquel Bed and Breakfast.




En la ciudad espiral

Se da en Tánger un fenómeno inusual por el cual el tiempo y el espacio se vuelven elásticos.

La primera vez que estuve allí olvidé qué día era. Aislada por las calles de la Medina tardé en enterarme por un correo de mi aerolínea de que el vuelo que debía haber cogido esa tarde había despegado sin mi.

La segunda vez que estuve allí me obsesioné con buscar la fuente en la que dos de mis vampiros favoritos se sentaron a esperar la muerte. En lugar de eso nos encontramos mil veces volviendo al punto de partida, algo imposible en un laberinto de miles de callejones serpenteantes. Concluimos que el problema era que la ciudad era un bucle, se movía a nuestro ritmo repitiéndose para que no nos perdiésemos.

La última tarde que pasé en Tanger la niebla del atlántico lo tapó todo. Envueltas por una nebulosa láctea paseamos guiadas por la magia de la ciudad espiral.