Mensual

Interacciones

Es una opinión, para mi gusto demasiado extendida, que tan solo la interacción nos hará conocer, que la interacción son cuidados y que por tanto es necesaria, otra vez la mierda esa de que somos seres sociales, otra vez vendiendo la felicidad como producto de consumo y no como camino, nos obligan a correr, a participar en eventos sociales porque si no, no eres nadie, nos meten en un burbuja de emociones positivas, porque tan solo esa interacción podrá mantenernos equilibrados.

Pero, ¿acaso hay equilibrio si sólo hay un factor?

Creo que la respuesta es bastante sencilla, nada te llenará si no tienes hueco para ello...

Sé que soy la niña de las metáforas de naturaleza pero la vida es así, piénsenlo, nos obcecamos en cuidar de los bosques para mantenerlos verdes y frondosos, pero nunca lo conseguimos porque el bosque no necesita interacción, necesita que lo dejes tranquilo porque sólo así podrá ser él, la interacción pone limites y destruye, no abuséis de ella.

Y este número está dedicado a mi abuela que está hasta la polla de que queméis los bosques por irresponsables y porque dice que mis series deberían tener un consejo aplicable, supongo que es no me fuméis en los bosques y cuando vayas recoge tu mierda.

Y besos especiales a @sssonia_5 por ayudarme a hacer esta serie y aguantar los mosquitos radioactivos del lugar. Y sí, cuando nos fuimos recogimos nuestra mierda, incluidas colillas.

 

Con los pies en la tierra

Luz dura, directa, tosca, ruda, cruda, áspera, como la corteza de la raíz. La luz dura, a pesar de la sombra. Permanece, cegadora. No entiende de artificios ni de suavidad. No tiene compasión por las formas. Cae afilada y seca. Es muda y eso la hace más peligrosa. No sabe a nada y eso la hace más incomprensible. No huele y, por tanto, es más traicionera. 

Luz dura que arruga la piel, la corteza, y estremece la arena secándola. La arena áspera como la raíz. La arena áspera que hace cosquillas en la planta del pie... desnudo. El pie que juega con la arena, como el topo, ciego. El pie desnudo que siente porque está vivo, sin calzado, vulnerable, expuesto a esa luz afilada. El pie que muestra su identidad, sin el anonimato del zapato, sin el equilibrio del tacón. ¡Abandona el cascarón! ¡sal de ahí! Pasea y juega a sentir todo lo que pisas. Reta a la luz en su baile. Ella podrá ser más liviana, pero tú tienes la ventaja de una piel blanda que perece a cada instante.  

Danza al desnudo

Ves la planta del pie doblarse como si fuera una palma y no es suficiente. Ves el gemelo marcarse como si quisiera arrancarse de su tibia, y no es suficiente. Siempre se puede doblar más la zapatilla de puntas. Siempre puede haber un perfil más marcado de gemelo. Siempre puede haber un arco mayor. Una línea más estilizada. Una expresión más relajada.

Bienvenidos a la vida de una bailarina.

Reconozco que la primera vez que entró una bailarina en mi estudio no tenía ni idea de lo que era un cambré, ponerse en tercera o la forma que debía tener la planta al subirse a la puntas. Hubo un tiempo en el que no me gustaba la danza. La veía por televisión y no la entendía. No había nada ahí de lo que se suponía que debía transmitirme. Hasta que tuve una bailarina delante. No es sólo estética, que también. Cuando se mueven aparece algo que no estaba ahí hace un momento.

La fotografía no le hace justicia a un arte que se vive en movimiento. Nos perdemos, básicamente, todo. El movimiento es sentimiento y la foto muchas veces sólo capta la espectacularidad de la pose. Pero se deja todo lo que ha pasado hasta llegar hasta ahí.

Y yo, que lo que manejo son instantes, me pregunto cómo trasmitir esto que no va de microsegundos.

Gracias Irene, Kate, Sam. Gracias por vuestro valor. Por vuestra confianza. Gracias porque me hicistéis valorar lo que hacéis mucho mucho antes de estas fotos. Porque cada vez que miro estas fotos, veo alma.

A todos: por favor, respetadlas, admiradlas. Son maravillosas por dentro y por fuera, hacen cosas maravillosas con su cuerpo, y confian en nosotros para enseñarlo. Y que no juzguemos. Ellas son:

  • Irene Gómez
  • Samantha Vottari
  • Kateryna Humenyuk

Clorofilica.

A veces me planteo que es lo que me gusta de la fotografía, que es lo que me atrapa, lo que me hace cargar con las cámaras para, por si acaso, darle el coñazo a mis amigas capturándolas desde lo más cotidiano a obligar poner determinada postura y determinada cara, creando algo que no existía o capturando algo que existía por unos segundos... pero la gula de capturar más sigue ahí y no abandona.

Y entonces, es cuando te das cuenta de que se trata de un conjunto, incluso cuando el conjunto no hace el todo, porque no es un conjunto de cosas si no estas con las interrelaciones que se dan entre ellas, pero para analizar un todo hay que empezar por algún lado, supongo que quien me conozca sabe que debemos empezar por el color, por esa propiedad tan mágica como magnética, no hay dos fotos iguales porque no hay dos verdes iguales, nunca atraparás dos veces el mismo color o al menos eso creo yo.

Aquí os dejo el que siempre será mi color favorito, porque su espectro es demasiado complicado para mí.

 

 

Lo Otro

Fotografiar algo y que todo salga según lo habías previsto hace que te embargue esa sensación de autosuficiencia y satisfacción que te sube la moral durante unos minutos (generalmente hasta que ves la siguiente foto). A fin de cuentas a todos “nos encanta que los planes salgan bien” que diría Hannibal. Sin embargo, a veces me pasa que cuando miro el resultado hay una sensación de vacío a pesar de que es prácticamente lo que quería conseguir. No es un vacío de contenido…. en realidad es como una falta de sorpresa, es un saber-lo-que-viene-después sin que haya novedad en el frente, como si el hecho de que (la idea en tu cabeza y la foto resultante) sean demasiado coincidentes convierta la experiencia en algo frustrante y gris. Uno empieza a sentir que el conocimiento y dominio viran hacia un control un tanto asfixiante.

En definitiva, estamos hablando de una experiencia de cierto hastío de uno mismo. Porque ¿acaso no volcamos una parte de nosotros en todo aquello que creamos? En mi caso, sobre todo en esas fotos que programo con detalle. Uno mira la foto y no puede evitar tener la sensación de que está viendo eso que ve al mirar el espejo por las mañanas cada día, sin más. Y esto no es malo en sí…. a fin de cuentas me gusto a mí mismo. Pero la cuestión es que no hay sorpresa en esa foto. Siento que no ha colaborado nadie más y eso asoma la sombra de cierta solitariedad y una autonomía agridulce.

Por contra, y aquí viene la redención, cuando al fotografiar “dejo el espacio” suficiente para que entre lo fortuito y lo azaroso es cuando tengo la plena convicción y vivencia de que algo grande está pasando. Algo más grande que yo. Algo que me abraza y me enmarca en una foto (y no al revés), en un contexto, en un mundo. De ser hacedor paso a ser instrumento, uno más, ¡paso a ser la cámara! Siento que he tenido – y he elegido – la oportunidad de formar parte de Eso.

Evidentemente sigo controlando muchos factores: el encuadre, los objetos de interés, cómo se relaciona entre sí lo que aparece en la foto, etc… pero la cuestión es que la foto termina de completarse en el hecho de no haber una intención clara y concreta por mi parte en el momento de tomarla. No la he visto previamente en mi cabeza. En realidad, ni siquiera estoy muy seguro de qué es lo que quería que saliera. Y ahí está lo grandioso, lo mágico, ahí está el “espacio” para que Lo Otro haga la foto “conmigo” y no “a pesar de mi”.

No acecho con rapiña a la imagen, sino que la espero como un regalo que puede pasar desapercibido. Y eso da paz. Esa que te llega cuando ya no programas o anticipas, cuando ya no saturas al mundo, a Lo Otro, de ti mismo. Al no anticipar no invades, dejas ese hueco para que se llene de “lo imprevisto”, de lo fresco, de la sorpresa al fin y al cabo.

Con mis fotografías (algunas) quiero reivindicar el ejercicio de la pulsión (ante mi el primero), animo a la redención de la entraña, y a soltar las amarras de lo mental.

Porque, fotografía a parte,  a fin de cuentas estamos hablando de una actitud ante la vida,

La Vida

                       Mirarla y guardar silencio, enmudecer, acallar las respuestas con las que tu cabeza te va avasallar para explicar lo inexplicable. No buscar el sentido a nada, contemplar esa despiadada belleza que tiene – la tuya, la mía, la del perro del vecino, la de la farola donde mea – y dejarse acariciar por su suavidad de tormenta. Balbucear, como al que se le ha olvidado todo lenguaje, o como los bebés. Ir – correr – por la vida, atónito, perplejo, cegado,  – en blanco – y con los ojos y los brazos bien abiertos…. hasta que incluso las imágenes desaparezcan.

Así es como me gustaría fotografiar y vivir.

Ondulaciones

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Dicen que ya no se puede hacer nada único, que nunca te bañarás dos veces en el mismo río, ni harás dos veces la misma foto y mucho menos positivarás una foto dos veces igual, porque aunque parezca lo mismo, jamás lo será. 

Está renovado, como los vaivenes del agua sobre nosotras, las ondulaciones traen el equilibrio entre el pasado y el futuro, renuevan la esencia, cambian a la persona aunque la persona se mantenga, siempre estarán contigo pero nunca te inundarás dos veces en el mismo momento, nunca se repetirá la misma mirada, por eso las guardo... aunque todo esté ya guardado.

Espero que se note que yo soy la mas sin sentido de los tres.

Os dejo aquí los instagrams de las modelos y aprovecho para agradecerlas infinitamente que siempre me dejen volcarme en ellas

@rossinaabrilf

@sarawberry

@victorialabis

@adrianaonan

@lbetvar

@freckles.lady

@deff_8

Invisibles

Madrid es una ciudad de personajes anónimos. No es que sea algo dramático, pasa en toda gran ciudad, pero es un hecho. Si recorres a menudo sus calles, especialmente las más concurridas y céntricas, te das cuenta de la gente que está habitualmente ahí, como cuando te detienes por enésima vez a mirar un cuadro de Brueghel y, de repente, reparas en nuevos detalles.  

Tienen su propio espacio, son ya parte del mobiliario urbano, y aunque parecen en silencio les acompaña un rumor constante de pasos cansados, de noches cortas y días demasiado largos. Pasan inadvertidos como camaleones en selva, capaces de mimetizarse con los coloridos anuncios de las marquesinas, los adoquines grises y los portales en penumbra.

Al anonimato de serie que llevamos todos los madrileños se le suma, en su caso, un anonimato exponencial que los eleva a la categoría  de casi invisibles.

Tiene su gracia la paradoja: frecuentan la calle más que ninguno para satisfacer su mirada curiosa e insaciable, como el que mantiene un ritual diario sin recordar ya por qué, y sin embargo viven en un plano paralelo del que nos separa una especie de muro invisible. 

Nos ven pero no les vemos.

Están ahí. Nos ven (sí, nos siguen viendo).

Observan, acechan casi, como leones después de saciarse bajo el sol de la sabana. Como cuando los niños miran, un tanto indiferentes, a las hormigas despedazar laboriosamente un insecto.

Ellos permanecen, con esa paradoja de la que hablábamos, agazapados en su “estar ahí”. 

Cuesta percatarse de ellos, hay que imitar su danza para verles: ralentizas los pasos hasta detenerte en mitad de todos los pies que recorren frenéticos la calle. Empiezas a mirar lentamentea tu alrededor. La falta de costumbre puede hacer que te quedes atónito por la elegancia de la fugacidad. Si aguantas un rato quieto empezarás a poder identificar a nuestros protagonistas. Surgen de la nada como un libro con imágenes en 3D. Seguirán siendo anónimos (como tú y yo) pero nuestra curiosidad, con un amago antropológico, rompe el hechizo de la invisibilidad.

(Is)landia

Si quieres saber cómo de cansado está alguien, cuenta el número de veces que se tropieza al caminar. En eso pienso mientras veo como mis compañeros rozan sus botas una y otra vez contra las piedras. Llevamos casi ocho horas caminando con víveres para dos días y una tienda de campaña a cuestas. Yo llevo dos cámaras y a estas alturas también pienso que son dos cámaras más de las que debería llevar. 

Llueve. Porque todos los días llueve en las highlands islandesas. Porque es un país que, si decides explorarlo de verdad, te lleva siempre al límite. Eso es lo que pienso frente al talud de nieve que supuestamente debíamos cruzar. Tiene unos sesenta grados de desnivel y se está deshaciendo. Porque en lo alto del Landmannalaugar, después de una hora de subida bajo la lluvia, sí que hace sol. Maldita sea, no podemos pasar. Volvemos a la base a acampar, a pasar frío. Nuestro sueño de rodear todo el parque natural truncado. Así son los sueños, que no los planificas demasiado y al final no se cumplen.

Si quieres saber lo que es el silencio, camina veinte kilómetros. En eso pienso mientras deshacemos el camino de Dimmuborgir. Literalmente, las puertas del infierno en islandés. Nada crece en este campo de lava. No hay plantas, no hay animales. Tampoco crecen mis ideas durante el camino de vuelta. Todos estamos demasiado cansados para articular palabra y sólo queremos llegar a casa. Se nota en el ánimo. Se nota en el número de veces que tropezamos.

Islandia es una tierra que te lleva siempre al límite. Pero siempre te recompensa. Sobre todo si decides llevar dos cámaras a cuestas.

Todas las fotos analógicas, tiradas con una Yashica Mat124g. Carretes Ektar 100 y Portra 400.