Número 1

Ondulaciones

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Dicen que ya no se puede hacer nada único, que nunca te bañarás dos veces en el mismo río, ni harás dos veces la misma foto y mucho menos positivarás una foto dos veces igual, porque aunque parezca lo mismo, jamás lo será. 

Está renovado, como los vaivenes del agua sobre nosotras, las ondulaciones traen el equilibrio entre el pasado y el futuro, renuevan la esencia, cambian a la persona aunque la persona se mantenga, siempre estarán contigo pero nunca te inundarás dos veces en el mismo momento, nunca se repetirá la misma mirada, por eso las guardo... aunque todo esté ya guardado.

Espero que se note que yo soy la mas sin sentido de los tres.

Os dejo aquí los instagrams de las modelos y aprovecho para agradecerlas infinitamente que siempre me dejen volcarme en ellas

@rossinaabrilf

@sarawberry

@victorialabis

@adrianaonan

@lbetvar

@freckles.lady

@deff_8

Invisibles

Madrid es una ciudad de personajes anónimos. No es que sea algo dramático, pasa en toda gran ciudad, pero es un hecho. Si recorres a menudo sus calles, especialmente las más concurridas y céntricas, te das cuenta de la gente que está habitualmente ahí, como cuando te detienes por enésima vez a mirar un cuadro de Brueghel y, de repente, reparas en nuevos detalles.  

Tienen su propio espacio, son ya parte del mobiliario urbano, y aunque parecen en silencio les acompaña un rumor constante de pasos cansados, de noches cortas y días demasiado largos. Pasan inadvertidos como camaleones en selva, capaces de mimetizarse con los coloridos anuncios de las marquesinas, los adoquines grises y los portales en penumbra.

Al anonimato de serie que llevamos todos los madrileños se le suma, en su caso, un anonimato exponencial que los eleva a la categoría  de casi invisibles.

Tiene su gracia la paradoja: frecuentan la calle más que ninguno para satisfacer su mirada curiosa e insaciable, como el que mantiene un ritual diario sin recordar ya por qué, y sin embargo viven en un plano paralelo del que nos separa una especie de muro invisible. 

Nos ven pero no les vemos.

Están ahí. Nos ven (sí, nos siguen viendo).

Observan, acechan casi, como leones después de saciarse bajo el sol de la sabana. Como cuando los niños miran, un tanto indiferentes, a las hormigas despedazar laboriosamente un insecto.

Ellos permanecen, con esa paradoja de la que hablábamos, agazapados en su “estar ahí”. 

Cuesta percatarse de ellos, hay que imitar su danza para verles: ralentizas los pasos hasta detenerte en mitad de todos los pies que recorren frenéticos la calle. Empiezas a mirar lentamentea tu alrededor. La falta de costumbre puede hacer que te quedes atónito por la elegancia de la fugacidad. Si aguantas un rato quieto empezarás a poder identificar a nuestros protagonistas. Surgen de la nada como un libro con imágenes en 3D. Seguirán siendo anónimos (como tú y yo) pero nuestra curiosidad, con un amago antropológico, rompe el hechizo de la invisibilidad.

(Is)landia

Si quieres saber cómo de cansado está alguien, cuenta el número de veces que se tropieza al caminar. En eso pienso mientras veo como mis compañeros rozan sus botas una y otra vez contra las piedras. Llevamos casi ocho horas caminando con víveres para dos días y una tienda de campaña a cuestas. Yo llevo dos cámaras y a estas alturas también pienso que son dos cámaras más de las que debería llevar. 

Llueve. Porque todos los días llueve en las highlands islandesas. Porque es un país que, si decides explorarlo de verdad, te lleva siempre al límite. Eso es lo que pienso frente al talud de nieve que supuestamente debíamos cruzar. Tiene unos sesenta grados de desnivel y se está deshaciendo. Porque en lo alto del Landmannalaugar, después de una hora de subida bajo la lluvia, sí que hace sol. Maldita sea, no podemos pasar. Volvemos a la base a acampar, a pasar frío. Nuestro sueño de rodear todo el parque natural truncado. Así son los sueños, que no los planificas demasiado y al final no se cumplen.

Si quieres saber lo que es el silencio, camina veinte kilómetros. En eso pienso mientras deshacemos el camino de Dimmuborgir. Literalmente, las puertas del infierno en islandés. Nada crece en este campo de lava. No hay plantas, no hay animales. Tampoco crecen mis ideas durante el camino de vuelta. Todos estamos demasiado cansados para articular palabra y sólo queremos llegar a casa. Se nota en el ánimo. Se nota en el número de veces que tropezamos.

Islandia es una tierra que te lleva siempre al límite. Pero siempre te recompensa. Sobre todo si decides llevar dos cámaras a cuestas.

Todas las fotos analógicas, tiradas con una Yashica Mat124g. Carretes Ektar 100 y Portra 400.