Madrid es una ciudad de personajes anónimos. No es que sea algo dramático, pasa en toda gran ciudad, pero es un hecho. Si recorres a menudo sus calles, especialmente las más concurridas y céntricas, te das cuenta de la gente que está habitualmente ahí, como cuando te detienes por enésima vez a mirar un cuadro de Brueghel y, de repente, reparas en nuevos detalles.
Tienen su propio espacio, son ya parte del mobiliario urbano, y aunque parecen en silencio les acompaña un rumor constante de pasos cansados, de noches cortas y días demasiado largos. Pasan inadvertidos como camaleones en selva, capaces de mimetizarse con los coloridos anuncios de las marquesinas, los adoquines grises y los portales en penumbra.
Al anonimato de serie que llevamos todos los madrileños se le suma, en su caso, un anonimato exponencial que los eleva a la categoría de casi invisibles.
Tiene su gracia la paradoja: frecuentan la calle más que ninguno para satisfacer su mirada curiosa e insaciable, como el que mantiene un ritual diario sin recordar ya por qué, y sin embargo viven en un plano paralelo del que nos separa una especie de muro invisible.
Nos ven pero no les vemos.
Están ahí. Nos ven (sí, nos siguen viendo).
Observan, acechan casi, como leones después de saciarse bajo el sol de la sabana. Como cuando los niños miran, un tanto indiferentes, a las hormigas despedazar laboriosamente un insecto.
Ellos permanecen, con esa paradoja de la que hablábamos, agazapados en su “estar ahí”.
Cuesta percatarse de ellos, hay que imitar su danza para verles: ralentizas los pasos hasta detenerte en mitad de todos los pies que recorren frenéticos la calle. Empiezas a mirar lentamentea tu alrededor. La falta de costumbre puede hacer que te quedes atónito por la elegancia de la fugacidad. Si aguantas un rato quieto empezarás a poder identificar a nuestros protagonistas. Surgen de la nada como un libro con imágenes en 3D. Seguirán siendo anónimos (como tú y yo) pero nuestra curiosidad, con un amago antropológico, rompe el hechizo de la invisibilidad.