(Is)landia

Si quieres saber cómo de cansado está alguien, cuenta el número de veces que se tropieza al caminar. En eso pienso mientras veo como mis compañeros rozan sus botas una y otra vez contra las piedras. Llevamos casi ocho horas caminando con víveres para dos días y una tienda de campaña a cuestas. Yo llevo dos cámaras y a estas alturas también pienso que son dos cámaras más de las que debería llevar. 

Llueve. Porque todos los días llueve en las highlands islandesas. Porque es un país que, si decides explorarlo de verdad, te lleva siempre al límite. Eso es lo que pienso frente al talud de nieve que supuestamente debíamos cruzar. Tiene unos sesenta grados de desnivel y se está deshaciendo. Porque en lo alto del Landmannalaugar, después de una hora de subida bajo la lluvia, sí que hace sol. Maldita sea, no podemos pasar. Volvemos a la base a acampar, a pasar frío. Nuestro sueño de rodear todo el parque natural truncado. Así son los sueños, que no los planificas demasiado y al final no se cumplen.

Si quieres saber lo que es el silencio, camina veinte kilómetros. En eso pienso mientras deshacemos el camino de Dimmuborgir. Literalmente, las puertas del infierno en islandés. Nada crece en este campo de lava. No hay plantas, no hay animales. Tampoco crecen mis ideas durante el camino de vuelta. Todos estamos demasiado cansados para articular palabra y sólo queremos llegar a casa. Se nota en el ánimo. Se nota en el número de veces que tropezamos.

Islandia es una tierra que te lleva siempre al límite. Pero siempre te recompensa. Sobre todo si decides llevar dos cámaras a cuestas.

Todas las fotos analógicas, tiradas con una Yashica Mat124g. Carretes Ektar 100 y Portra 400.