Número 41

Las fiestas de pueblo

Hace calor.

Hace calor y una ligera brisa de aire recorre mi piel estremeciéndose más que cualquier contacto humano.
No me gusta el verano, pero son las fiestas del pueblo.

La familia, el barullo.
Una cama que rechina.
Los pintores llenando el pueblo con su arte.
Los churros de chocolate blanco.
Huir a la cama. La siesta de antes de comer. 
Estar a la fresca con el cobijo del olivo.
Las comilonas.
El vermut.
La segunda siesta del día. 
Las tormentas de verano. Tus rizos mojados. 
Jugar que estamos en una película apocalíptica con los niños. Tú no pasarias del primer capitulo (no lo digo yo, lo dicen ellos)
¿Dónde está el atardecer que me había prometido el señor del tiempo? 
Huir un rato de los niños y que nos dure la paz 5 minutos.
Contar historias de miedo a la luz de una linterna. 
Dormirme antes de que empiece la fiesta. Lo sé, no tengo excusa.

Madrugar mucho. 
Ver salir el Sol mientras nos (te) devoran los mosquitos. 
Bañarnos en Borredà y acabar desnudos. A esto huele la libertad.
Hablar sobre cómo echo de menos el mar y la sal en tu pelo.
Más vermut,
más comilonas
y más siestas.

La vuelta a casa.
Hora dorada en el bus. 
Tu mirada cansada. 

Esto iba a ser una balada triste de verano y ha acabado siendo una oda al pueblo y la familia. Era lo que nos merecíamos, ¿verdad?

Cerrando el círculo

2020 fue un año muy duro para todos. No quiero volver a poner las famosas siglas de 5 letras aquí otra vez porque esto va de pasar página.

En febrero de ese año, cogí mi último vuelo en 2 años y medio. Fue la última vez que salí de la península. La suerte me llevó a pasar los últimos días fuera de casa despertándome frente al mar. Para nada pensaba que me pasaría los 2 meses siguientes encerrado en casa. Que no volvería a pisar un aeropuerto en varios años. Ni que explotaría un volcán en el último recuerdo bonito que guardaba del mundo de antes.

Así que ahora, en 2022, cuando parece que empezamos a dejar todo eso atrás, sentía que necesitaba volver. No tengo claro si es una despedida de todo lo que tuvimos antes, o una bienvenida a lo que viene ahora.

Este número de Vemödalen para mí son 3. He rescatado las 3 publicaciones que salieron de aquel viaje y he buscado como las haría hoy. 2 años y medio después, en un mundo nuevo, siendo un nuevo yo.

Cactus, conejos y otros recuerdos

En aquellos paseos que nos dimos aquel verano, te hablé de mis recuerdos de infancia y de cosas que no le había contado a nadie. No sé por qué me fié de ti, algo debí de ver en tus ojos que me provocó una confianza ciega, pero ya sabemos que yo tiendo a equivocarme, que siempre le acabo dando el poder de hacerme daño a personas que no se lo merecen. Lo peor de todo es que en aquellos paseos te hablé de muchos sitios en los que siempre me había sentido a salvo y cuando después se complicaron las cosas, esos lugares dejaron de tener sentido, porque tú podías encontrarme en ellos. Ya no volveré a ver a los conejos ni podré esconderme entre los cactus.

Todo sea por el romanticismo

- Son tres horas y media de viaje por una carretera que es un erial. Con 40 grados y cargados hasta arriba. Durmiendo en el suelo en una tienda de campaña. Si vamos en moto será solo por el romanticismo.

- Me has convencido. Todo sea por el romanticismo.


Último día de vacaciones

26 de agosto. Último día de vacaciones de todo el verano. Mañana toca retorno a casa en un viaje de 6 horas en coche. Como en anteriores ocasiones, hemos disfrutado de unos días en un pueblo costero de Galicia. Anoche seleccionaba y organizaba las fotos que he realizado en estos casi quince días que he pasado en compañía de mi mujer y mi hija. Días apacibles y de completa desconexión en los que hemos podido hacer lo que el resto del año no nos permite: estar todo el día juntos. 

Mientras ellas dormían, yo repasaba las fotos y las contemplaba como el que repasa un álbum de un verano  idílico y lejano en el tiempo. Miraba sus caras y sus risas, y me imaginaba a mi propia hija mirando esas fotos con 15 años: su nostalgia de un momento que solo conoce por fotos, la ternura al ver a sus padres más jóvenes, y el vértigo por el paso de tiempo y el cambio.  

Tanto ejercicio de empatía imaginaria me tiñó de anhelo el pecho y por un momento llegué a creerme que  realmente estaba contemplando fotos de un momento pasado. En mitad del curioso trance volví al presente y tomé conciencia de que ese momento añorado estaba teniendo lugar en estos días. Me sentí  afortunado. Apagué el ordenador y me fui a escuchar unos minutos a mi hija respirar mientras dormía. Después me acosté junto a mi mujer, con cuidado para no despertarla, y busqué el contacto de mi mano con su piel para  sentirla cerca mientras me quedaba dormido. 

Las fotos que hoy pongo aquí no son las que más me conmovieron anoche. Esas me las reservo para mí. Pero son fotos que hablan de lo que nos rodeaba en esos momentos. Así que, por favor, en esta ocasión os pido un ejercicio de imaginación: no os distraigáis mucho con estas fotos. Tratad de imaginar las fotos que no he puesto aquí. Disfrutadlas.