Hace calor.
Hace calor y una ligera brisa de aire recorre mi piel estremeciéndose más que cualquier contacto humano.
No me gusta el verano, pero son las fiestas del pueblo.
La familia, el barullo.
Una cama que rechina.
Los pintores llenando el pueblo con su arte.
Los churros de chocolate blanco.
Huir a la cama. La siesta de antes de comer.
Estar a la fresca con el cobijo del olivo.
Las comilonas.
El vermut.
La segunda siesta del día.
Las tormentas de verano. Tus rizos mojados.
Jugar que estamos en una película apocalíptica con los niños. Tú no pasarias del primer capitulo (no lo digo yo, lo dicen ellos)
¿Dónde está el atardecer que me había prometido el señor del tiempo?
Huir un rato de los niños y que nos dure la paz 5 minutos.
Contar historias de miedo a la luz de una linterna.
Dormirme antes de que empiece la fiesta. Lo sé, no tengo excusa.
Madrugar mucho.
Ver salir el Sol mientras nos (te) devoran los mosquitos.
Bañarnos en Borredà y acabar desnudos. A esto huele la libertad.
Hablar sobre cómo echo de menos el mar y la sal en tu pelo.
Más vermut,
más comilonas
y más siestas.
La vuelta a casa.
Hora dorada en el bus.
Tu mirada cansada.
Esto iba a ser una balada triste de verano y ha acabado siendo una oda al pueblo y la familia. Era lo que nos merecíamos, ¿verdad?