26 de agosto. Último día de vacaciones de todo el verano. Mañana toca retorno a casa en un viaje de 6 horas en coche. Como en anteriores ocasiones, hemos disfrutado de unos días en un pueblo costero de Galicia. Anoche seleccionaba y organizaba las fotos que he realizado en estos casi quince días que he pasado en compañía de mi mujer y mi hija. Días apacibles y de completa desconexión en los que hemos podido hacer lo que el resto del año no nos permite: estar todo el día juntos.
Mientras ellas dormían, yo repasaba las fotos y las contemplaba como el que repasa un álbum de un verano idílico y lejano en el tiempo. Miraba sus caras y sus risas, y me imaginaba a mi propia hija mirando esas fotos con 15 años: su nostalgia de un momento que solo conoce por fotos, la ternura al ver a sus padres más jóvenes, y el vértigo por el paso de tiempo y el cambio.
Tanto ejercicio de empatía imaginaria me tiñó de anhelo el pecho y por un momento llegué a creerme que realmente estaba contemplando fotos de un momento pasado. En mitad del curioso trance volví al presente y tomé conciencia de que ese momento añorado estaba teniendo lugar en estos días. Me sentí afortunado. Apagué el ordenador y me fui a escuchar unos minutos a mi hija respirar mientras dormía. Después me acosté junto a mi mujer, con cuidado para no despertarla, y busqué el contacto de mi mano con su piel para sentirla cerca mientras me quedaba dormido.
Las fotos que hoy pongo aquí no son las que más me conmovieron anoche. Esas me las reservo para mí. Pero son fotos que hablan de lo que nos rodeaba en esos momentos. Así que, por favor, en esta ocasión os pido un ejercicio de imaginación: no os distraigáis mucho con estas fotos. Tratad de imaginar las fotos que no he puesto aquí. Disfrutadlas.