Aquel día hicimos un ejercicio para trabajar el silencio. La tutora pretendía enseñarnos que guardarse las cosas no nos podía traer nada bueno, que lo suyo era que lo soltáramos todo y dejáramos que fluyera. Como si fuera tan fácil. Me miraste con una sonrisa de lado. Era tu sonrisa de mentiroso, ya me la conocía, la había visto muchas veces. Y entonces empezaste a hablar. Hablaste y hablaste, una mentira tras otra y todos te miraban con una mezcla de pena y admiración. Cuando acabaste, aquella señora de la que no me acuerdo ni del nombre te dio la enhorabuena. Me entraron arcadas, me levanté y me fui de la habitación. No soporto a la gente mentirosa. Cuando volvimos a vernos, me dijiste que sentías que tu historia me hubiera impresionado tanto. "Lo que me dieron ganas de vomitar no fue tu historia, fuiste tú. A los mentirosos se os huele a distancia". No volviste a aquellas sesiones de grupo; supongo que te jodió que supiera lo que había detrás de aquella fachada. Te creías hermético, misterioso, infranqueable. Mientras pudieras enseñar un escaparate impoluto, daba igual que el interior estuviera lleno de mierda. Con lo que no contabas era con que alguien se colara en la trastienda y descubriera las toneladas de basura que almacenabas detrás de aquellos muros.
Habitaciones de hotel
No sé qué tienen los hoteles que siempre me han atraído. Siempre me han dado cierta paz las habitaciones de hotel. Llegar a una habitación, inspeccionarla, colocar mis cosas. Siempre me ha encantado ese pequeño ritual. Me gusta la minuciosa perfección que se busca en esas habitaciones. La cama perfectamente hecha, como siempre lista para estrenar. Las sábanas almidonadas, tirantes. La fingida normalidad de deshacer esa cama y encontrarla después perfectamente hecha otra vez, como si no hubiera pasado nada, la habitación perfectamente limpia. Esa extraña sensación de libertad, de estar de paso, de no necesitar adaptarte, ni pertenecer. Me encanta la decoración de las habitaciones, siempre un poco cutre, un poco hortera. Me gusta más cuanto más hortera es, pero también me gusta la buscada elegancia y modernidad de esas cadenas hoteleras. Es como si intentasen ser lo más impersonales posible, lo menos parecido a un hogar. Hay mucha tristeza en una habitación de hotel. Es como si en ellas se hubieran vivido todas las historias de soledad del mundo. También historias de pasión. Qué no han vivido esas habitaciones. Llegas, te acuestas en esas camas obscenamente grandes, te vas. Dejas tu historia junto a la de tantos otros. Qué maravilla las habitaciones de hotel.
¿De quién son los recuerdos?
¿Sabías que cada vez que recuerdas algo, lo cambias en tu memoria? Es biología: cada vez que se activa un camino neuronal, se refuerza. ¿No es increíble? Te acuerdas de una historia, y antes de que hayas terminado de contarla, tu cerebro ya la ha cambiado. Para siempre. Sin vuelta atrás. Ya la has sesgado.
Piénsalo. Cada vez que repasas ese mal recuerdo, lo empeoras. Y depende completamente de tu estado de ánimo cuando lo hagas. Entonces… ¿de quién es ese recuerdo? ¿De tu yo que lo ha vivido, o de tu yo presente cada vez que lo revive?
¿Cuánto puedo cambiar un momento si insisto e insisto en cambiarlo?
Atardeceres y pies feos
Me da rabia octubre. En Madrid pasamos del maldito calor al maldito frío. Sin otoño de por medio. Por los pasillos se empiezan a oír las primeras toses y las primeras quejas. Con lo bien que estábamos en verano. ¿Qué verano? Si ya se me ha olvidado.
Y me da más rabia todavía que no nos acordemos. Si fue hace un par de meses. ¿Tanto corre el tiempo? ¿Tan ocupados estamos siempre?
Pues yo me niego a olvidarme tan rápido. Me acuerdo de los atardeceres y las fotopies. Como si fuera un instagramer cualquiera. Y de todo lo que pasó en medio. Pero sí, principalmente de los pies.
¿La vida es una tómbola?
El saber popular encierra verdades como puños pero que se presentan bajo la apariencia de pueriles ocurrencias.
Siempre me han gustado las letras del cancionero popular porque no pierden el tiempo en adornos ni florituras. No necesitan varias estrofas para llevarte a una conclusión al término de la canción. Te la entregan y repiten desde un principio, sabiendo que cada vez que la oyes descubres más hondura en su significado. Pueden insistir una y otra vez con una frase inofensiva pero de repente se te revela, como si de un mantra se tratase, que la vida entera y su propósito caben en esas pocas palabras.
“Dime ramo verde, ¿dónde vas a dar? Porque si te pierdes yo te iré a buscar.
Algún día dije yo que olvidarte era la muerte. Ahora ya me da lo mismo olvidarte que quererte”
La vida es una tómbola, que diría Marisol, y recorriendo el centro de Madrid en fiestas siempre me fijo en sus testigos a punto de desaparecer. Sus caras son como una de esas frases sin rodeos pero disfrazadas de banalidades. Son gente que, como el cancionero popular, te descubren una nueva hondura en tu vida a partir de algo tan inofensivo como una canción hortera sonando en una caseta con escopetas de perdigones trucadas, mientras el olor de la panceta y la fritanga se te pega a la ropa.