El saber popular encierra verdades como puños pero que se presentan bajo la apariencia de pueriles ocurrencias.
Siempre me han gustado las letras del cancionero popular porque no pierden el tiempo en adornos ni florituras. No necesitan varias estrofas para llevarte a una conclusión al término de la canción. Te la entregan y repiten desde un principio, sabiendo que cada vez que la oyes descubres más hondura en su significado. Pueden insistir una y otra vez con una frase inofensiva pero de repente se te revela, como si de un mantra se tratase, que la vida entera y su propósito caben en esas pocas palabras.
“Dime ramo verde, ¿dónde vas a dar? Porque si te pierdes yo te iré a buscar.
Algún día dije yo que olvidarte era la muerte. Ahora ya me da lo mismo olvidarte que quererte”
La vida es una tómbola, que diría Marisol, y recorriendo el centro de Madrid en fiestas siempre me fijo en sus testigos a punto de desaparecer. Sus caras son como una de esas frases sin rodeos pero disfrazadas de banalidades. Son gente que, como el cancionero popular, te descubren una nueva hondura en tu vida a partir de algo tan inofensivo como una canción hortera sonando en una caseta con escopetas de perdigones trucadas, mientras el olor de la panceta y la fritanga se te pega a la ropa.