No sé qué tienen los hoteles que siempre me han atraído. Siempre me han dado cierta paz las habitaciones de hotel. Llegar a una habitación, inspeccionarla, colocar mis cosas. Siempre me ha encantado ese pequeño ritual. Me gusta la minuciosa perfección que se busca en esas habitaciones. La cama perfectamente hecha, como siempre lista para estrenar. Las sábanas almidonadas, tirantes. La fingida normalidad de deshacer esa cama y encontrarla después perfectamente hecha otra vez, como si no hubiera pasado nada, la habitación perfectamente limpia. Esa extraña sensación de libertad, de estar de paso, de no necesitar adaptarte, ni pertenecer. Me encanta la decoración de las habitaciones, siempre un poco cutre, un poco hortera. Me gusta más cuanto más hortera es, pero también me gusta la buscada elegancia y modernidad de esas cadenas hoteleras. Es como si intentasen ser lo más impersonales posible, lo menos parecido a un hogar. Hay mucha tristeza en una habitación de hotel. Es como si en ellas se hubieran vivido todas las historias de soledad del mundo. También historias de pasión. Qué no han vivido esas habitaciones. Llegas, te acuestas en esas camas obscenamente grandes, te vas. Dejas tu historia junto a la de tantos otros. Qué maravilla las habitaciones de hotel.