Número 46

Interés estético del territorio

Desde hace tiempo, no paro de pensar en la relación del ser humano con el entorno. Lo natural nos rodea y hacemos uso de los recursos sin fijarnos demasiado en el suelo por el que pisamos.

Podría hacer una disertación inmensa sobre cómo el arte contemporáneo se relaciona con el territorio, pero la realidad es que no tengo ni idea del tema. Solo sé que en mis fotografías siempre hay tierra y nunca hay nadie.

¿No he escrito ya sobre esto?

Estaba a punto de escribir algo sobre la luz cuando me ha dado por pensar ¿no he escrito ya sobre esto?

Revisando mis antiguos post me he dado cuenta de que menciono la luz unas decenas de veces, casi en cada publicación. Qué cansina, pero ¿que hago si la luz me arrebata? Me cambia el estado de ánimo y la percepción de las cosas. Voy hacia ella inconsciente o conscientemente, muchas veces encuentro en ella la familiaridad, la energía o el consuelo.

Cuando me encuentro sumida en la rutina, lo que me conecta con el lugar en alguna parte del hemisferio derecho que me empuja a crear algo, a ir corriendo a por la cámara y disparar, siempre es la luz.

Por algo somos fotógrafos ¿no?

Sequía

Hace ya que no escribo, pero es que estoy vacía por dentro y ya con cierta olor a putrefacción. 
Ha pasado un tiempo desde que cuento los días que hace que ni lloro de la risa ni de la pena que tengo y que fantaseo con que mi meñique se choca con un mueble y siento ese dolor breve, pero intenso.
Algo, una simple tragicomedia de la que sentirme heroína.

Y qué si caigo en picado, ¿significa eso que estaba tan alto que podía oler la inmensidad del cielo que seguro huele a ropa limpia y mandarinas? ¿O quizás sólo es el destello de miles de estrellas tras el golpe?


La cámara de 20 pavos

Cuando revelamos esto odiaba las fotos. Prácticamente ni una enfocada y eso que no hay que hacer nada. ¿El flash? Peor incluso.

Pero ay el color. Y la naturalidad. Creo que cada vez hago peores fotos, pero cada vez las disfruto más.

Mi hija quiere ser una bruja que baila con cola de pez

Desde que mi segunda hija nació, hace 4 meses, mi hija mayor me ha ido demandando más y mejores historias para irse a dormir por las noches. Eso me ha obligado a desplegar un repertorio de cuentos tal, que muchas veces los mezclo debido al sueño que suelo tener a partir de las 21:30.

Luna, siempre más despierta que yo a esas horas, me insiste en que no me detenga a roncar en mitad de una historia. Así que, como una versión moderna y light de Serezade, cada día tengo que reinventar las historias para ganarme su aprobación.

A pesar de su tierna edad (todavía no ha cumplido los 3 años) los personajes que más la fascinan son las bailarinas, las brujas y las sirenas; creando para sí muchas veces personajes combinados entre esas tres posibilidades. Lleva ya dos meses que siente especial predilección por las brujas, tanto las buenas como las malas. Así que para ensanchar su imaginación, ilustro mis cuentos improvisados con mi archivo fotográfico acumulado.

Hoy os traigo el último personaje al que he sacado provecho: una sesión que hice años atrás con una amiga. No pretendí en ese momento representar ningún rol ni nada en concreto, pero en estos días me viene de perlas para explicarle a mi hija que las brujas, por muy malas que sean, adoran comer fruta todos los días.