Tras semanas de lluvia y frío, Marisa admiraba por la ventana de su salón un cielo azul y limpio que hacía resplandecer el verdor de los árboles y la hierba. Las temperaturas habían subido de un día para otro de tal manera que, si ayer llevaba jersey de cuello vuelto, hoy podía estar en camiseta de manga corta.
Parece mentira lo frágil e ingrata que es la memoria, pensaba. Habían bastado esos largos días de cielos grises y amenazadores para hacerla olvidar el incipiente equilibrio que llevaba manteniendo desde meses atrás.
Todos los fantasmas que había conseguido amordazar en ese tiempo habían escapado y los sentía amarrados ahora a su cuello, dejándola afónica.
Sin voz, sólo le quedaba la palabra escrita para exorcizarlos. Se entregaba frenética a la escritura, como un músico a la improvisación más caótica. Creía que para echar a sus demonios tenía que dar más espacio a su propia voz. Como todavía no era capaz de distinguir la suya de las otras parásitas, optó por escribir todo aquello que se le pasara por la cabeza. Llegaba a tal punto que a veces ni escribía palabras legibles, sino garabatos, trazos y líneas. Confiaba en poder descifrarlas más adelante, cuando hubiera más silencio en su cabeza.
Marisa tenía muchos motivos para poder atormentarse: fracasos, errores, apuestas que no salieron bien, expectativas no cumplidas, promesas incumplidas, propósitos que no pasaron de ser una mera intención, fracasos (sí, ya lo he dicho, pero es que pesan mucho, por eso les da el doble de valor).
Sin embargo, estando sentada en su salón y mirando cómo un sol amable le calentaba la cara, se dijo a sí misma que la primavera estaba llegando y que, si la naturaleza era capaz de renovarse sistemáticamente cada año, ¿por qué ella no podría hacer lo mismo? Salió a su jardín y contempló a su alrededor. Días atrás había podado salvajemente varias de las arizónicas que tenía y ahora sus troncos desnudos, como muñones, le parecían una acertada metáfora de su momento vital.