Número 36

El poema de un mudo

He visto lo poco que pesan esas piedras… y me han reconfortado. Ya lo dice el refranero, que mal de muchos…., en fin.

Llevo 3 meses tratando de escribir algo para poder publicar en Vemodalen y no he sido capaz. 3 meses que he tenido que aceptar que no siempre se tienen recursos suficientes para salir adelante. Mis compañeras/o han pagado el pato retrasando por mi culpa sus propias publicaciones, así que todo tiene un límite.

No me resigno a esta sequía, pero lo que no puedo hacer es ignorarla. Así que más vale un quejido escueto que el poema de un mudo.

Lo poco que pesan todas esas piedras

Aquel septiembre decidí que ya era hora de tomarme en serio lo de escribir. Sabía que quería contar muchas cosas, intuía que no le iban a interesar a mucha gente, pero había llegado a la conclusión de que eso era lo de menos. Lo importante era el mero hecho de escribir. El juntar palabras e inventarme historias me daba motivación para estar viva. Me puse como fecha de inicio el día 15, por un lado porque era el cumpleaños de mi madre y por otro porque es un día que asocio al inicio del colegio. Me senté en la mesa con el ordenador encendido y un cuaderno nuevo para tomar notas. Después de una hora mirando a la pantalla entendí que no se me iba a ocurrir nada. Puede que mi cerebro se hubiera secado en las vacaciones. Lo intenté al día siguiente, con el mismo resultado de mierda.

El día 20, me di cuenta de que lo que necesitaba era un impulso, algo que me hiciera imaginar. Así que abrí una de las carpetas de fotos que había hecho en julio en Lanzarote. Encontré esto:

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Gracias a estas imágenes conseguí escribir una única frase:

“Hay que ver lo poco que pesan todas esas piedras”.

Día tras día, aquella única línea me miraba desafiante desde el Word, invitándome a escribir más y riéndose con sorna por mi inspiración perdida. Hicieron falta meses para que me animara a añadir algo a esa frase tan insolente:

“Hay que ver lo poco que pesan todas esas piedras. Pesan muy poco”.

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Vivir frente al mar

A veces me pregunto cómo es vivir junto al mar. Pudiendo dejar la mirada perdida y de verdad no ver más que horizonte. Sin edificios horrendos. Sin boinas de polución. Sin carreteras plegándose unas sobre otras para poder meter un carril más de asfalto.

Incluso cuando te alejas un poco de la ciudad y consigues salir al campo, hay montañas haciendo su cerco. ¿No es estar encerrado en cierta manera? Miras y tu vista siempre choca con algo. La única manera de hacerla descansar es cerrando los ojos.

A veces me pregunto, ¿qué se siente? Poder mirar y que la vista no se detenga. No ver nada y a la vez poder mirar el viento formando ondas. Sentarte en la orilla y saber que todo lo problemático está a tu espalda. Conducir dejándolo todo en el mismo lado de la carretera, pudiendo concentrarte solo en el otro. No sé.

Me pregunto que siente esa gente cuando la alejas del mar.

PD: La bonita Daria Krauzo en estas fotos.

Es un estado mental

Probablemente el verano sea mi estado mental favorito.

Pienso en verano y me vienen a la cabeza millones de referencias. Están los textos de Joan Didion describiendo las puestas de sol en California. Los sugerentes fotogramas de Call me by your name. Las fotografías en Benidorm de Martin Parr. Las canciones de Vampire Weekend que siempre son como de ir en un descapotable a la playa… A veces, da igual que sea septiembre, diciembre, febrero, revisito estas imágenes para transportarme a esas sensaciones, para relajarme, para entrar en calor.

Quién no sueña con un verano interminable. Quién no desearía mantener esa despreocupación, esa ligereza los 12 meses del año. Dedicarse a la contemplación y al disfrute de la vida… Porque al fin y al cabo el verano no es una estación, es un estado mental, casi una alucinación colectiva.

El problema no es que el verano sea finito. Es que la rutina es infinita y las vacaciones un espejismo.