Me prometí que en febrero tocaba color, que basta de artículos deprimentes porque mi vida no es deprimente. Tengo un trabajo ambicioso. Tengo una familia que me quiere. Unos amigos maravillosos. Y aquí me encuentro escribiendo otro artículo en blanco y negro con otro texto un poco intenso.
Así que lo he tirado a la basura. Basta de artículos infelices. Hablemos de algo feliz. Hablemos de Aziza. Nos conocimos hace tres años cuando yo andaba en un proyecto de fotografía de baile por la calle. Me ofreció paciencia cuando no sabía lo que estaba haciendo. Me regaló grandes fotos en la Gran Vía y la Puerta de Alcalá. Es de esas personas que parece que saben mejor que tú donde están tu límites.
Se fue a Barcelona hace dos años. Y volvió con una idea en la cabeza y un traje a medida en la mochila. Una idea que quería hacer conmigo. No sé cómo transmitiros el sentimiento de que una persona se mude, estéis meses o años sin veros y vuelva con un proyecto que quiere plasmar contigo y sólo contigo.
No sé como transmitiros el vértigo de darle a alguien una parte de ti y que siempre te devuelvan una parte suya aún mayor. Da vértigo porque siempre he vivido creyendo que la vida equilibra. Un equilibrio donde el balance está basado en tanto doy, tanto recibo.
Y resulta que no. Que es totalmente infundado. No existe ese equilibrio, porque todo lo que doy me vuelve siempre multiplicado con creces.