Uno tiende a mirar el pasado lejano y verlo siempre manso y tranquilo. Afortunadamente hace ya tiempo me curé de la insana costumbre de mirar atrás con añoranza y regodearme en recuerdos edulcorados con la distancia.
No obstante hoy querría compartir rincones de un lugar plagado de risas, días largos y apacibles y atardeceres acompañados con una sinfonía de insectos. Es una casa en la que siendo niño pasé varios veranos y recientemente he tenido la oportunidad de volver a visitarla .
A pesar de que la casa ha cambiado (ha envejecido, digámoslo claramente), he podido reconocer todos esos rincones que guardan un momento especial. Uno ya no sabe si son espacios físicos o recovecos en el corazón que todavía atesoran sensaciones difuminadas por los años de distancia: el cuerpo secándose al sol tras el baño, el azul del cielo que se hacía infinito sobre nuestras cabezas, el grato cansancio tras haber estado buceando una y otra vez hasta llegar a tocar el fondo de la piscina, la piedra caliente sobre la que caminas descalzo, el follaje donde pájaros e insectos buscan refugio, el olor de la comida preparándose en la cocina, el limonero y su aroma, los árboles como guardianes atentos a nuestros juegos, el espectáculo del ocaso como ritual para finalizar el día. En fin, esos eternos veranos, elásticos e inagotables, en los que te daba tiempo incluso a tener nuevas ganas de comenzar el curso escolar.
Contemplo hoy todos los rincones donde esto aconteció. Nada queda de ellos. Sólo mi amable recuerdo.
No me da pena, no siento pérdida. Aproveché el momento ¿qué quedaría por añorar? Nada.
Las risas siguen sonando, incluso en mitad del frío y del escombro. Puede costar oírlas pero es sólo cuestión de paciencia. Saldrá nuevamente el sol, calentará los cuerpos y la brisa. Antes de que te des cuenta se te caerá de la boca una sonrisa tímida.
¿Puedes oírlas en las fotos?
Quizá sería más apropiado preguntar: ¿puedes oírlas a pesar de las fotos?