Noviembre, mes de todos los santos

Nuestro hijo tendría que haber nacido en este mes de noviembre. Cualquiera de estos días que han pasado inadvertidos podrían haber sido “su día”, “su venida”.  Llevábamos años buscándole: al comienzo confiados en que el tiempo nos lo traería,  al final desconfiando de que pudiéramos llegar a ser tres.

En el último momento, cuando ya íbamos a desechar la idea de ser padres, ocurrió el milagro. La Buena Nueva llegó y borró en pocos minutos  el hastío de años fallidos. Habíamos estado tanto tiempo marcando nuestro objetivo vital en que Mar se quedara embarazada que pensamos que la carrera habría terminado y nosotros habíamos llegado a la meta a tiempo. Tan cegados quedamos que no supimos ver que en ese momento comenzaba otra etapa, ni más ni menos. 

A los dos meses su corazón dejó de latir. Lo descubrimos por sorpresa en una ecografía rutinaria que nos estalló en la cara, sin aviso previo. Hechos pedazos los sueños, la incredulidad del momento me llevaba siempre al mismo punto: ¿dónde está nuestro hijo?, ¿por qué ha pasado una cosa así? Casi nunca en la vida me cuestiono el "sentido de las cosas" (prefiero pensar que, aunque lo tengan, no podré conocerlo,  y bailar sobre esa experiencia) pero en aquellos días que siguieron no podía  evitar preguntarme una y otra vez ¡¿qué  sentido tenía haber perdido al bebé que estaba en camino?!, ¿para qué ese giro tan inesperado de la Vida? Y una y otra vez ¿dónde está nuestro hijo? 

Éramos, por fin, tres....y en un instante volvimos a ser dos. Así... de repente, sin esperarlo. Su incipiente presencia en nuestras vidas fue sustituida por el dolor de saber que "dos" ya no era un número pleno. 

Cuando se pierde a un ser querido hay hechos relacionados con esa pérdida que facilitan el duelo. Rituales íntimos compartidos con familia y amigos; y que el resto de tu entorno respeta y entiende. Pero en un aborto no hay cuerpo que velar ni despedir. El entorno no tiene porqué saber de tu pérdida, así que no entiende de tu pesar. El mundo sigue igual sin saber qué ha pasado. Incluso para la familia y amigos es difícil saber situarse, atinar con la cercanía necesaria.  El único ritual existente en nuestro caso fue la ingesta de unas pastillas para expulsar el feto inerte y el terrible momento de constatar el sangrado abundante a las pocas horas y entender que con esa sangre despedíamos definitivamente a nuestro hijo.

¡Cuánto silencio en torno a un aborto!, incluso aunque lo quieras romper. 

Pasaron semanas y meses en los que la pregunta de ¿dónde está nuestro hijo? me alimentaba el rencor y desprecio por la vida. Estaban de fondo, a pesar del día neutro transcurrido, a pesar de las sonrisas ligeras y descoloridas, y de los días que engullían a otros días. Poco a poco fue una pregunta que se fue quedando soterrada hasta creer que ya no reverberada dentro de mi. 

De todas las cosas que poco a poco Mar y yo fuimos recomponiendo de esos dos meses siendo tres, destacamos una claramente. Tener la experiencia del embarazo y su fugaz primavera significó para Mar una clara determinación por no renunciar a ella. Ahora que había(mos) saboreado ese estado, no desistiría(mos) en seguir buscándolo nuevamente. 

Los meses siguieron mudando su piel hasta que, antes de lo que esperábamos, tuvimos el anuncio de que Mar estaba otra vez embarazada. La alegría, la cautela y el pánico a otra semilla truncada han  sido constantes desde entonces. Mar, que es una mujer inteligente de la cabeza al pecho (eso es más que decir "de la cabeza a los pies"), escogió la alegría asumiendo los riesgos. Yo confieso que no he podido quitarme ese miedo rastrero y vil que se arrastra por el corazón disfrazado de prudencia hasta ahora (escribo esto y al desenmascararlo tiemblo y lloro). 

Hace unas pocas semanas me decidí a compartir la buena noticia con una voluntaria que colabora en mi trabajo, una religiosa teresiana de profunda hondura espiritual y lúcida vivencia del Evangelio. Se alegró mucho al escucharme y tras unos segundo de silencio mirándome fijamente me dijo "Lo que te voy a contar  quería habértelo dicho una vez hubiera nacido pero te lo digo ahora: he estado rezando a vuestro hijo perdido para que interceda y acompañe a su hermano hasta su nacimiento".

Mi primera reacción -durante un instante- fue  mirarla con gratitud condescendiente por semejante pensamiento casi infantil. Pero acto seguido, y sin saber cómo, de repente rompí a llorar sin entender por qué. En mi corazón apareció de nuevo la pregunta de dónde está mi hijo, pero en esta ocasión sentía que sí sabía de su lugar y su cercanía. La voluntaria respetó mi lloro sin interrumpirlo y sin dejar de mirarme y sonreír. Esa misma noche le conté a Mar lo sucedido. 

Es extraño, pero desde ese momento algo cambió. Los días posteriores recordaba la conversación y mi corazón se aligeraba. Mi hijo dejó de ser un desaparecido, un raptado, un anónimo, un fantasma, una no-presencia de dolor, y recuperó el lugar que tenía en nuestras vidas aunque ya no estuviera en el vientre de su madre. No tiene nada que ver con creer o no creer. Es más sutil que eso. Más inconsciente. Ha sido un reencuentro tras meses de viajar en una aparente oscuridad. 

Desde entonces nos gusta sentir que allí donde vamos nuestro hijo nos sigue acompañando, e incluso nos cuida, a los tres que volvemos a ser. Está con nosotros desde el amor y ahí permanecerá hasta el final de nuestros días. No le llegamos a conocer y sin embargo hay una conexión íntima y constante.

En este mes de noviembre, mes de todos los santos, y que podría haber sido su mes de alumbramiento, recordamos especialmente su presencia y cómo cambió nuestras vidas para siempre. 

Posdata: comparto ahora un poema de Francisca Aguirre que Mar me enseñó tras sufrir el aborto y que, pasado el primer mes de penumbra, nos dio luz, fuerzas y aceptación. 

Se titula:

 NO OS CONFUNDÁIS.

Y cuando ya no quede nada

tendré siempre el recuerdo

de lo que no se cumplió nunca.

Cuando me miren con áspera piedad

yo siempre tendré

lo que la vida no pudo ofrecerme.

Creedme:

todo lo que pensáis que fue destrozo y pérdida

no ha sido más que conjetura.

Y cuando ya no quede nada

siempre tendré lo que me fue negado.

No os confundáis: con lo que nunca tuve

puedo llenar el mundo palmo a palmo.

Tanto miedo tenéis que no habéis advertido

la riqueza que se oculta en la pérdida.

Desdichados,

poca ganancia es la vuestra

si nunca habéis perdido nada.

Yo sí he perdido:

yo tengo, como el náufrago,

toda la tierra esperándome.