L. siempre intentó viajar como herramienta de evasión. La sensación de dejar atrás nudos mal atados y puzles emocionales inacabados le resultaba pacificadora aún a sabiendas de que estaría esperándola a su regreso. Para L. el viaje empezaba en el momento que abandonaba su casa camino de la estación de autobuses, tren o aeropuerto. El paisaje que se percibe a través de la ventanilla de un vehículo en marcha, mientras abandonas tu ciudad, no se puede comparar con esa misma estampa yendo de camino al trabajo; el sol brilla de otra manera y hasta se disfruta de la lluvia a pesar de los atascos.
Un viaje siempre era una oportunidad de reconciliación consigo misma, una tácita tregua que venía acompañada de la promesa de tiempo para placeres postergados y un espacio íntimo para pensar y reconectar. Estar rodeada de naturaleza le ayudaba en ese viaje a “su centro”.
Ahora, durante el trayecto en bus, camino de un pueblo lejano vecino del mar, L. deja a su mente vagar por los paisajes que añora encontrarse. Es consciente, por tantas veces que ya le ha pasado, de que casi disfruta más saboreando su expectativa del viaje que de los días propiamente de descanso. Esa sensación de orden -¡todo encaja!- y excitación le acompaña durante el trayecto, incluyendo cuando se abandona al sueño. Sabe que cuando despierte horas más tarde el mundo no será el mismo, aunque sea por unos días.
Y ahí están los rincones del lugar esperándola, como un viejo amor de verano. No es la primera vez que se refugia en ese pueblo costero, por lo que ya tiene complicidad con el paisaje.
Llega, deja su escueto equipaje en la habitación del hostal y sale a encararse con el mar. Saluda reverencialmente a cada elemento que se va encontrando: la arena de la playa, los pequeños juncos que surgen de ella, las conchas trituradas por olas incesantes que hacen más áspero su caminar sobre ellas y, por fin, el mar a sus pies. Bravo, retador e insinuante. Aunque el oleaje advierte que no conviene adentrarse, L. siente que el mar la provoca y seduce con descaro.
L. recorre el pueblo y sus alrededores sin prisa alguna y procurando fijarse en todos los detalles de lo que la rodea. Dedica sus fuerzas a observar cómo la vida pasa inadvertida: los ancianos que pasean, las casas viejas roídas por la humedad, los bañistas ajenos a cualquier preocupación, y la naturaleza frondosa que hace lo posible por volver a recuperar su dominio ahí donde el ser humano ha impuesto el suyo. Pone mucha atención tratando de acompasar su ritmo a todo lo que pasa ante sus ojos.
Pasan los días.
L. observa la anatomía de cada instante y, a pesar del sosiego buscado en cuanto la rodea, no encuentra paz. La intimidad y el silencio se hacen demasiado presentes y hacen que al día le sobren horas. De repente se encuentra resolviendo mentalmente problemas que pretendía silenciar solo por estar a más de 500 kilómetros de distancia.
¿Cómo se hace para que ese silencio que sobra a tu alrededor pueda invadirte el alma? ¡Para eso ha venido!
Como hace el mar y sus mareas: entran, bailan y cuando se retiran dejan un espacio virgen que se antoja nuevo.
Pasan los días, como cuando se apura una copa de vino caro; al final siempre te sabe a poco.
Se acaba el mes de agosto y L. siente la pendiente que se crea según se acerca el día de su marcha. ¿Qué se lleva de aquí, de estos días?, ¿qué ha encontrado entre ellos? Sigue enzarzada en diálogos mentales que no cesan. Como el mar y sus mareas.
¿Cuánto pesa el silencio cuando sólo resuena a tu alrededor y no dentro de ti?