Pócima contra el miedo

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Por aquella época me costaba dormir. Habían pasado muchas cosas en poco tiempo y la mayoría me habían hecho demasiado daño, dejándome los nervios destrozados. Saltaba con cualquier ruido fuera de lugar que sonara a mi alrededor. Mis amigos empezaron a alejarse, a poca gente le gustan las personas que lloran. Me encontraba sola y empecé a cogerle cierto gusto a la tristeza y al abandono. Sabía que si no salía de aquel pozo pronto, era posible que me quedara a vivir allí de por vida. Entonces decidí emprender un viaje. Metí una mochila con algunas cosas en el coche, la cámara de fotos siempre a punto. Y me dirigí al norte, al sitio exacto donde habían empezado mis problemas.

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Fue en aquella excursión donde aprendí a hablar con los fantasmas. Empezaron a dejarse ver cuando llevaba pocos kilómetros recorridos, creo que estaban esperando a que me alejara de la seguridad que me daba Madrid. El primero apareció en el asiento del copiloto cuando cruzaba las tierras secas de Castilla. Empezamos a hablar de cosas triviales, me preguntó por aquel erial. Y acabamos hablando de los desencuentros, de los aprendizajes de la vida y del porqué de algunas cosas. "Yo solo sé que no me merecía lo que me pasó. Pero gracias a eso, ahora soy mejor persona"; cuando terminé de decir aquella frase, miré a mi derecha y el fantasma se había ido.

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El segundo me esperaba en la habitación que había reservado en aquel hostal al norte del norte. Estaba sentado en la cama, de espaldas a la puerta, mirando por la ventana. Aquel fantasma olía a lluvia y a hojas secas, a invierno. Me traía recuerdos agridulces. El tercero me habló en medio de un bosque. Y así fueron llegando uno tras otro, a lo largo de nueve días.

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Hablar y entender a mis fantasmas no fue fácil, pero fue muy productivo. Con el tiempo entendí que era necesario hacerles frente y preguntarles por qué. Nunca olvidaré todo lo que aprendí en aquel viaje.

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