Según pasan los años uno se ha de acostumbrar a ese ciclo cada vez más acelerado de “lo que viene y lo que se va”.
Que las cosas cambien se tolera con relativa facilidad y a pesar de la primera indigestión. A veces ocurre de manera tan sutil y pausada que lo percibimos sólo cuando miramos atrás. Otras veces acontece sin aviso previo y sin dejarnos tiempo a reaccionar, como una tormenta en medio de la placidez del verano.
Un trabajo, la vivienda, nuestras aficiones, lugares significativos… Antes o después te adaptas sin cargar con demasiado peso. Sí, que las cosas cambien se tolera con relativa facilidad.
Pero, ¿y las personas que, siendo importantes para nosotros, desaparecen de nuestra vida para siempre?.
¿Cuánto pesa una palabra que se quedó escondida en la boca y que no se dijo a tiempo? Esas palabras se nos cosen a la lengua y por mucho que las profiramos después, ya a destiempo, no conseguimos hacerlas más livianas.
¿Cuánto libera un abrazo y un “te quiero” compartido antes de la marcha? Aunque haya sido torpe y desentrenado a falta de costumbre.
¿Cómo cuidas la presencia de ese ser que ya no está para seguir haciéndola cotidiana en tu vida? Sin peso ni tristeza.
¿Cómo honras su memoria desde la gratitud? Es impresionante cómo la distancia y el silencio ayudan a endulzar los recuerdos y a perdonar antiguas ofensas.
Quieras o no quieras, lo reconozcas o no, los que se fueron siguen estando presentes, contigo, en ti.
“Habla” con tus muertos, el cómo es lo de menos… es algo que seguro te mereces.