Mis ánimas

Todo lo que veo es campo. Un campo verde, extenso, infinito, de hierba larga, en apariencia blanda. Cuando comienzo a andar, descalza, me dio cuenta de que bajo las plantas hay tierra que, húmeda, se pega a mi piel. Durante los siguientes pasos me doy cuenta de que el campo verde, extenso, infinito, y de apariencia suave, hay piedras pequeñas que se clavan en las plantas de los pies, e insectos que revolotean a mi paso, y también espinas tan pequeñas que parecen invisibles. Hay algo que me insta a caminar, casi ingrávida, ignorando todo esto. 

De pronto, me doy cuenta de que no estoy sola. En medio de aquel campo, sin que lo hubiera percibido antes, aparece una figura. Un conjunto de ellas. Al acercarme veo que soy yo misma. Estoy sentada en medio de mi cama, en medio de aquel campo verde, extenso, infinito. Y me vuelvo hacia mí. Con la primera mirada entiendo casi todo, excepto qué hacemos allí, y quién de nosotras dos es real, y cuál no. La yo de la cama cierra el libro que sostiene entre las manos y se desliza hacia mí. Ella está vestida, y yo desnuda, con la piel manchada de tierra y sudor del camino. Mi pelo cae en una desordenada cascada sobre los hombros, la espalda, los pechos. Ella lo lleva recogido, únicamente se escapan algunos rizos. Algo hace que ambas alcemos la mano hacia la otra, en perfecta sincronización. Nuestros dedos se rozan, y ambas pieles son palpables, pero frías. Mi mente lo cruza el pensamiento de que una de nosotras debe ser otra cosa, algo no humano, un reflejo, una alucinación, un sueño. No puedo asegurarlo.

El sol se pone, y seguimos mirándonos en silencio. Cuando el cielo se tiñe de azul violáceo, la hierba comienza a mecerse. Un ruido me alerta a tiempo para ver una figura arrastrándose a gatas hacia nosotras. Alza la cara hacia mí y me recorre un escalofrío: soy yo. Tengo un hilo de saliva cayendo desde los labios y el cuerpo desnudo cubierto de tierra y marcas rojizas. No tengo mucho tiempo para observar a la nueva yo que acaba de aparecer. Algo nos eriza la piel: una presencia azul, fría y serena como la noche, cálida como una mano en la mejilla. Nos volvemos hacia los lados, buscándola sin éxito. No vemos más que el oscuro horizonte y las estrellas que aparecen tímidamente por el cielo. 

La presencia nos empuja a las tres hacia la cama. La recién llegada se acurruca y apoya su cabeza en mi regazo como un perro asustado. La otra yo agarra mi mano libre. Nuestros tres rostros se alzan al mismo tiempo hacia el cielo. Nos guía la mano azul, azul como la sensación de haber llegado a un destino. Azul hogar. Es una presencia conocida, al igual que son viejas conocidas, al mismo tiempo que extrañas, las otras dos que se apoyan en mi cuerpo. Bajo el manto frío de la noche, todo lo que había entendido se desvaneció.

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