Basilia abrió la puerta de su casa y dijo en alto: "ya he vuelto". Dejó el bastón apoyado en la pared y tiró del carro de la compra para arrastrarlo hasta la cocina. La ventana del pasillo estaba medio abierta y se asomó para ver qué hacía el vecino de enfrente. Ni rastro de él. Volvió a la cocina para colocar en la encimera la barra de pan y el jamón york que había comprado. "Tanto carro para esto. Podía haber cogido una bolsa", murmuró. Pero la realidad es que no podía. Le dolían tanto los huesos que cualquier peso de más colgando de sus manos era un suplicio. Con paso lento anduvo hasta el salón y se sentó en el sillón. Fijó la vista en el armario de madera con vidrieras de cristal donde guardaba vasos, copas y cubertería como para una boda. Tenían una capa de polvo de un par de centímetros de grosor. Escuchó en su cabeza la voz de Fernando diciendo: "Pero Basilia, para qué guardas tantas cosas, si nunca las utilizamos".
Un soplo de aire con olor a verano entró por la ventana y le dio en la cara, trayéndole recuerdos que creía perdidos. Una playa en Santander. El sonido de las gaviotas revoloteando. "Hay cangrejos, quisquillas, caracolillos, patatas fritas. Llorad, llorad, niños, que viene la patatera". Un novio al que quiso con locura. Un balcón con vistas al mar donde siempre se sentaba a leer. Un rosario con las cuentas de color morado.
"Qué buen momento para morirme", pensó. Cerró los ojos y esperó.