Estoy tratando de recordar momentos de júbilo en mi juventud. Me cuesta encontrarlos.
Claro que he tenido mis alegrías, y mis momentos de placidez y descanso; pero júbilo no. La gente suele describir sus años jóvenes como un torrente de emociones que a veces tiene una alegría desbordante y otras un dolor que te resquebraja.
Pero en mi caso no es así. Yo recuerdo de siempre un murmullo azulado por dentro que me decía cómo era el mundo. Era como un olor de fondo que siempre está allí. Por mucho que te acostumbres a él, lo sigues percibiendo. Me pasaba de niña y me sigue pasando a mi edad.
Miro a mi alrededor y todo contiene esa especie de quejido manso que hace que me quede sin palabras cuando observo algo. Podría ser lo que la gente llama “asombro”, pero sin la sensación de vértigo que suele provocar algo inesperado. En mi caso es como un amago de romperse a llorar por dentro pero sin derramar una sola lágrima. No duele en absoluto, pero te abarca entera cuando llega y te hace enmudecer. La gente ya me decía que no soy muy habladora, que ni siquiera para mantener una conversación sobre el tiempo sirvo, pero es que yo mido mucho mis palabras. Porque las palabras, cuando a uno se le caen de la boca, pueden llegar a ser ensordecedoras durante horas o incluso días. Te persiguen y te persiguen hasta que por fin acaban perdiendo su volumen y se quedan en la lejanía.
Yo no recuerdo júbilo en mi juventud, ni pesar desgarrador. Pero sí recuerdo tener desde niña esa habilidad para percibir la vida como un reloj de arena que se desliza suave y silenciosamente delante nuestra. Sin poder apartar la mirada, cautivada, esperando que caiga hasta el último grano.
Gracias, Nerea, por inspirarme con tus fotografías. Mirarte con este detenimiento y a vista de pájaro me ha hecho redescubrir muchos de tus paisajes y el sentido que los une. Un honor volar con ellas.