Este mes de noviembre nos planteamos en Vemödalen el reto de abordar la temática del desnudo. A diferencia de mis compañeros, yo nunca me he atrevido a investigarlo (básicamente por no saber evitar clichés al hacerlo), así que para mí ha sido una aventura iniciática.
Estar o sentirse desnudo es, a fin de cuentas, estar o sentirse expuesto, a la vista, quizá vulnerable. También puede ser un ejercicio de autoafirmación, de autoaceptación, de renunciar a ocultarse ante el mundo. Tras varios años de formación en terapia familiar una de las cosas que más he interiorizado ha sido la sana costumbre de mostrar mi historia y mis emociones ante los demás. Y cada vez con menos adornos y artificios. Me gusta llamarlo "despelote emocional" (tiene algo de festivo y de nudista y que, combinado, puede acabar en orgía).
Mostrar tu historia es sacar a la luz tus huellas pasadas y el lugar hacia donde te diriges. Inevitablemente saldrán también las cicatrices y otros trofeos del camino. El cuerpo, como lugar donde se graba tu andadura, puede ser un auténtico cuaderno de bitácora donde detenerse a admirar los detalles.
En esta aproximación a "lo desnudo", me quiero centrar precisamente en esos detalles escondidos en nuestros rincones, como un puñado de historias contadas al calor de la lumbre. Mirar un cuerpo desnudo con lupa es como desnudarlo doblemente: todo un acto de entrega. Hay muchas veces que necesito recordar cómo es eso de exponerse porque la inercia del día a día teje ropajes demasiado tupidos y pesados. Para esos momentos me ayuda contemplar los detalles de la naturaleza que me rodea: eso sí que es un ejemplo de vulnerabilidad y de ofrenda. En ella también me he inspirado para acercarme a "lo desnudo".