Todo empezó hace 34 años.
Un grupo de jóvenes amigos se reunieron durante la última semana del mes de julio de 1985 para patear el pirineo aragonés. En aquellos tiempos la gente tenía la costumbre de tener hijos mucho más jóvenes que hoy en día, así que había críos pequeños correteando junto a los adultos.
Para varios de ellos fue la primera vez que experimentaron una lluvia torrencial en mitad del bosque, observar por las noches el cielo estrellado como nunca lo habían visto en sus ciudades, respirar el intenso olor a ozono de un bosque húmedo, descubrir todo un elenco de criaturas a las que poder observar durante horas (sapos, babosas, culebras, mariposas -es increíble cuántas había en aquellos años-), disfrutar de una panorámica desde el monte más alto del valle, y, como no podía faltar, ir a cazar gamusinos todas las noches.
En cada excursión, Pepe (quien había realizado la marcha previamente para conocerla) lanzaba la promesa de hacer un recorrido asequible en tiempo, dureza y desnivel. La respuesta clásica a la pregunta de “¿Cómo es de dura la excursión de mañana?” solía ser “Muy poco. Es prácticamente llaneo todo el rato”. Con esa expectativa el grupo (que ese primer año rondaba las 25 personas, críos incluidos) se lanzaba confiado a una excursión donde la tónica es que fuera más larga, más dura, y con mayor desnivel del esperado. Si a eso se le añade otro clásico del tipo “nos hemos perdido” la cosa empeoraba.
A pesar de ello, todos recuerdan la amistad y buen ambiente que reinaba en el grupo en todo momento. Fue una experiencia tan gratificante que decidieron repetirla siempre que pudieran en la última semana de julio de cada año.
Con los años, y viendo que las mentiras piadosas de excursiones asequibles se repetían, surgió la palabra “pirillaneo” para designar a una semana única en el año, llena de entrañabilidad e ilusión.
Para mi, que estuve en aquel primer año y tenía 6 años, siempre he vivido la última semana de julio como una especie de Navidades en pleno verano: amigos, que son como familia, celebrando volver a verse un año después. Risas, risas y más risas.
La vida iba cambiando pero la semana del Pirillaneo se mantenía como un refugio donde te podías reír –en parte- del paso del tiempo.
Han pasado 34 años. Esa generación de niños y niñas (en el 85 el más pequeño tenía meses y el más mayor 7 años) ha ido creciendo y participando año tras año, hasta incorporar a una 3º generación.
Todo el vínculo, respeto y fascinación que tengo por la montaña y la naturaleza me viene de ahí. La montaña siempre ha sido un símbolo de reflexión y de libertad. Un lugar donde sentir gratitud por la vida y por algo tan hermoso como son los amigos.