Una de mis obsesiones cuando tenía 15 años era intentar hacer perdurar el pasado para, llegado el momento, poder ponerlo cara a cara con el futuro. Me gustaba fantasear con esa paradoja imposible. Durante muchos años el presente fue algo que sólo existía en el lenguaje para designar algo inasible. Un concepto a la altura de la matemática abstracta.
Me impresionaba el desapego de la gente cuando dejaba pasar su vida sin tratar de retener pedazos que les ayudaran a recordarla. Les reconocía el mérito de una postura vitalmente más sana y madura, pero era algo que no sabía aplicar para mí.
En realidad no dejaba de impresionarme el paso del tiempo en los detalles más insignificantes y superfluos del día a día.
Como ejercicio de resistencia, propio de la adolescencia, una vez guardé flores del jazmín de mi ventana entre las páginas de mi diario para que no me olvidara nunca que una vez existieron. Más que el devenir era el Olvido lo que más me asustaba.
“El Olvido, ese destierro del corazón” escribí una vez.
Años más tarde una querida amiga me dijo que perdurar era un acto de soberbia, y es una frase que siempre he masticado pensativo. Con los años fui sanando de mi fijación por lo caduco y aprendí a regocijarme en lo volátil.
Hace unas semanas recuperé de la nevera un carrete que llevaba expuesto 16 años. Fue el último carrete que tiré, solo hasta la mitad, en el 2003. Desde entonces lo guardé con mimo para, llegado el momento, disparar las fotos que me quedaban en él. Caprichos del destino, lo cargué mal en la cámara, de tal manera que todas las fotos que he hecho se han superpuesto.
Una vez más la Vida me regala un hermoso chiste en el que veo ese cruce entre el pasado y el futuro que tanto busqué sin saber cómo lograrlo. De repente me lo encuentro, sin haberlo buscado, sin esfuerzo, sin dolor; como el que se encuentra en un cajón un objeto dado por perdido hace años y no puedes hacer otra cosa que reírte.
No me canso nunca de Su sentido del humor.