Agosto es el mes de la huída. La huída del asfalto, del calor, de los atascos, de los despertadores, de la responsabilidad. La huída hacia una aventura, un lugar desconocido, un sitio donde descansar.
Esta es una huída agridulce. Por cada día que disfrutamos sufrimos pensando en los días que nos quedan para volver. Porque esa huída es en realidad un engaño, una fantasía. Una ficción planeada durante los meses previos, esperada y deseada casi desesperadamente. Contamos agonizantes los días que faltan para huir.
Porque esa huída es la fantasía de creernos libres, de tomar nuestras propias decisiones durante sólo quince días, de salir de la vorágine en la que se ha convertido nuestra rutina.
Porque es fácil practicar la huída quince días al año, poner el contador a cero, y evitar plantearnos si queremos vivir en esa vorágine el tiempo restante. Maldecir los lunes, celebrar los viernes, repetir semana tras semana. Y así hasta el siguiente agosto.
Plantearse la no huída es plantarle cara a la vida. Rechazar esa ficción idílica de ser felices quince días al año es de alguna manera revelarse contra la dictadura de la felicidad. Es aceptar que podemos ser moderadamente infelices con nuestras vidas y dejar de pasárnoslas anhelando lo que está por llegar. Es disfrutar nuestra existencia con sus luces y sus sombras. Quizá conformarse no es tan malo como nos han hecho creer. Quizá practicando la no huída llegue el momento en que ya no necesitemos huir.