Contaba en mi última entrada que las fotografías que hago en mis viajes son para mi como diarios de a bordo, en los que intento atrapar todas las experiencias que vivo, las cosas que veo, los aspectos que distinguen ese lugar y ese momento de otros en mi vida.
Hace tiempo que decidí viajar sólo con mi cámara analógica, con las ventajas y los riesgos que eso entraña. Un obturador que se pone tonto y al revelar te encuentras la mitad de tus fotografías completamente negras, un objetivo viejo que se encasquilla y no quiere enfocar… En mi obsesión por viajar ligera, sigo llevándome sólo una cámara, a pesar de todas esas experiencias y de los disgustos que me he llevado cuando han ocurrido. Soy así.
Y por ser así me acabo encontrando en una isla del océano Índico buscando una cámara desechable en todas las tiendas de souvenirs habidas y por a ver por qué mi cámara se ha vuelto loca después de un desafortunado viaje en barco. Tras horas buceando entre imanes feos y cosas fabricadas con conchas, una Agfa Le Box con carcasa sumergible que parece de juguete aparece como un milagro.
La maravilla de una desechable es la libertad de disparar sin planear, sin detenerte a preparar nada, simplemente capturar lo que tu ojo está viendo.
Muchas veces me he maldecido a mi misma por mi falta de previsión. Pero cuando veo estas fotos y pienso en sus circunstancias me alegro de ser tan desastre. A veces salen cosas buenas. Sólo a veces.