Cuando era pequeña, me gustaba hacer las cosas bien. Dice mi madre que mis cuadernos del colegio tenían cuatro hojas, porque cuando una frase se me torcía o me tocaba hacer un tachón, me ponía de los nervios y no conseguía quedarme contenta hasta que arrancaba la página y volvía a hacer todo desde cero; sin errores, sin manchas, perfecto.
Esta especie de TOC se mantuvo en mis años de universidad, de los que conservo unos apuntes impolutos que más que para estudiar servían para forrar una pared. Puede que esté mal que yo lo diga, pero qué maravilla de apuntes, oye.
Por aquel entonces, ya me había dado cuenta de que la vida era de todo menos predecible y creo que mantener el orden en determinadas cosas —ya fueran los apuntes o mi peso, por ejemplo— me hacía pensar que de alguna forma yo tenía algo de control. Los años fueron pasando y con el tiempo descubrí que, después de haberla buscado de forma constante en colegios, universidades y trabajos varios, la perfección me hacía daño (además de aburrirme soberanamente). Marcaba una especie de línea tope que yo no podía superar; me hacía estar agobiada, insegura y me regalaba una extraña sensación de culpabilidad que de vez en cuando me susurraba al oído: "¿De verdad no puedes hacerlo mejor? Eres una inútil". No sé si esto se vio acentuado por el hecho de ser mujer —yo creo que sí, aunque dejo este tema para tratarlo en un futuro post feminista, que escribiré más pronto que tarde—; el caso es que la perfección era la zanahoria que hacía andar al burro (en este caso, la burra) por un camino sin curvas que me llevaba directamente ¿a dónde? Ni siquiera yo lo sabía.
Y de repente, descubrí la fotografía analógica, un mundo donde no hay nada seguro y, por lo tanto, donde la perfección no existe. El tipo de carrete, el tiempo que lleva en el mercado, la cámara que uses, la forma en que reveles, cómo escanees los negativos. Entran en juego un sinfín de variables que crean millones de resultados distintos. No hay nada que marque la norma. En estos años, ha aprendido a valorar las manchas en los negativos, los pelos de gato pegados al cristal del escáner, los cambios de color entre fotos de un mismo carrete, a pesar de haber sido tomadas en un mismo espacio, con una misma luz. He aprendido a valorar la imperfección en sus múltiples formas y me he dado cuenta de que un montón de hojas llenas de tachones son mucho más reales y van más conmigo que una sola página sin errores.