David llevaba ya varios meses febril. Lo que empezó como una simple atracción por una chica de su clase acabó convirtiéndose en un amor que lo consumía. Apenas había hablado con ella, no podía decir que la conocía, y sin embargo no podía quitársela de la cabeza. En sus dieciséis años de vida no le había dado nunca un enamoramiento tan fuerte.
"¡Pero si no la conozco! ¿cómo puedo estar tan enamorado de ella? ¿cómo puedo ser tan superficial?" se fustigaba a sí mismo.
Al inicio de curso habían intercambiado amablemente alguna palabra, pero en algún momento dado, y de un día para otro, dejó de hablarle sin motivo. Empezó a mostrarse esquiva y simplemente cordial.
El dolor del anhelo le florecía y poblaba su pecho, y con esta inspiración David empezó a desconfiar de lo "bello" y de lo "cómodo", de lo "mundano". Empezó a disfrutar del hambre y del dolor, como forma de honrar a ese amor no correspondido. Dejó de beber alcohol con los colegas, y las tardes de los viernes se las pasaba sentado en un banco, con la mirada perdida en el cielo y descifrando los mensajes ocultos que las nubes le mandaban.
El sentido de las cosas fue perdiendo su color y poco a poco fue consagrando su pensamiento a ella y al amor que le lavaba el alma. Coincidía que, como encargo de la clase de literatura, estaba leyendo El Quijote y eso le marcó de por vida. Reconocía ese ideal caballeresco del amor en su propia experiencia y lo asumió sin complejos.
Cuando llegaban los fines de semana sufría más aún ¡porque no podía ni siquiera coincidir con ella en el instituto para mirarla al menos algunos minutos a hurtadillas!. Para qué hablar de los festivos y los puentes: ¡habían pasado a ser una tragedia!
No sabía dónde vivía ella exactamente, pero conocía su barrio. Empezó dar paseos sólo, con la excusa de despejarse la cabeza. Pero sin saber cómo, acababa aproximándose a las calles en las que intuía que podría estar su casa. Acabó "paseando" varias veces por semana, a diferentes horas para propiciar el fortuito encuentro, hasta que finalmente sucedió. Coincidieron en el paso de cebra de una calle ancha. Sólo duró lo que tardaron en cruzar juntos el paso de peatones, no más. Bastó para que a David le empezara a sangrar la nariz de la subida de tensión que tuvo al verla de repente. Después de aquella experiencia, y con la certeza inequívoca de los ludópatas aficionados con las tragaperras, comenzó a frecuentar aún más las calles aferrándose a la ridícula probabilidad de volver a cruzarse.
Por las noches, mientras dormía, David soñaba a menudo que salía nuevamente a recorrer las calles. En sus sueños le acompañaba su padre y siempre era de noche, tarde. Las calles estaban desiertas. Ni un alma las recorría: ni coches, tiendas abiertas, ni escaparates encendidos. Sólo las farolas alumbrando el suelo húmedo tras la lluvia. Las farolas y las polillas, que constantemente aporreaban en su vuelo el cristal de la farola. Al igual que David, no cesaban en su empeño. Una tras otra chocaban y caían aturdidas para remontar el vuelo al momento.
David las miraba fijamente, atónito, reconociéndose. Las polillas confundían la farola con la luna y persistían en su error hasta que, exhaustas, les costaba la vida.