"Reconozco que me es más fácil hablar de mí a través de lo que escribo", me dijiste. No hacía falta que lo juraras; nos conocíamos desde hacía algunos años y esa frase me sorprendió porque hasta entonces nunca me habías dicho nada que tuviera que ver con cómo te sentías. Los ojos te brillaban más que de costumbre, probablemente por las cuatro latas de cerveza que se acumulaban en tu toalla. "Algún día viviré aquí y entonces mi vida será un verano continuo. Y solo tendré que escribir y mirar al mar".
"Tendré una casa vieja con la puerta pintada de verde musgo. Y me rodearán las flores y los libros. Y no tendré prisa. Estoy segura de que aprenderé a no tener prisa viviendo cerca del mar".
Miraste satisfecha al horizonte, y afirmaste sin decir nada. Estabas soñando con esa casa en la que pasarían tantas cosas. Cualquier momento era bueno para que dejaras de vivir en el presente.
"Todas las mañanas, nada más despertarme, abriré las ventanas para que entre el olor a sal. Y me quedaré un buen rato mirando el paisaje. Porque desde las ventanas de mi casa vieja se verá una playa increíble, que me hará sentir muy pequeña, pero muy libre. Lo tengo todo pensado. Solo es cuestión de tiempo". Me hubiera gustado decirte que si esforzabas y ponías tu empeño en ello, tu deseo se iba a hacer realidad. Pero las dos sabíamos que no era así. Decidí que lo mejor era soñar contigo.
"Yo vendré a visitarte todos los veranos. Y me enseñarás a montar en bicicleta. ¿Te parece normal que a mis 33 años no sepa? Y comeremos helados y beberemos cerveza, siempre rodeadas del viento, la sal y la arena. Los gatos del pueblo vendrán a saludarnos. Y los vecinos serán personas molonas a las que podremos invitar a merendar de vez en cuando". Tuve que callarme al darme cuenta de que estabas llorando.