Las lágrimas corrían por mis mejillas mientras veía cómo se alejaba, con el viento despeinándole el pelo, sin echar la mirada atrás. Las lágrimas corrían y ardían como si caminasen sobre una herida abierta. Las estrellas y nosotros tenemos más en común de lo que nos creemos. Me despeinó una ráfaga de viento. Las estrellas se agrupan en constelaciones. Las unen lazos blancos, invisibles ante la luz, brillantes en la oscuridad. A veces hay mucha distancia entre ellas, pero el nexo sigue ahí.
Ella seguía andando hacia delante, y mis ojos miopes comenzaron a no distinguirla entre la marea de gente. El hilo plateado se tensaba entre nosotras, y di un torpe paso hacia delante. Quise seguirle, pero era tarde. Un chasquido devolvió mi mente a las constelaciones, a esa familia de estrellas. Sólo recuerdo que unas manos me cuidaron los primeros días de ausencia, y otras me calentaron el cuerpo, otras me acariciaron el pelo hasta que volví a dormir. Otras prepararon comida cuando no quise comer, y otras manos distintas me sacaron a bailar para hacerme sonreír. Sólo faltaban unas manos en esa forma coja, incompleta, que había quedado en el cielo: las suyas.
Tiempo después entendí ciertas cosas sobre las estrellas, y ninguna está en un libro de astronomía. A veces, la luz se apaga, y las constelaciones incompletas siguen siendo constelaciones. Sin esperarlo, volvió la luz.