Ya desde pequeño a Rodrigo le gustaba observar a la gente en la calle mientras hacían sus cosas. Cómo se afanaban en lo cotidiano con esa marea de emociones que viene y va, día tras día. Les miraba con una curiosidad sana y tierna.
Sólo le causaban rechazo los adolescentes, porque siempre iban con cara de tragar dolor a escondidas y merodeaban exhibiendo su pesar a plena luz del día, sin pudor alguno. Se les notaba a la legua que eran apátridas en tierra nueva, nostálgicos perdidos expulsados de algún lugar para el que no encontraban camino de regreso. Para colmo, cuando se cruzaba con alguno, siempre le miraban a los ojos envidiando su candidez.
Percibía cierta advertencia en esas miradas.
Años más tarde entendió que le estaban diciendo que corriera, que huyese. No por amenaza sino por advertencia. Lógicamente Rodrigo no entendió realmente la trascendencia de esos mensajes hasta que ya fue demasiado tarde y se dio de bruces con los 14 años. Después pasó a engrosar la fila de criaturas púberes que se arrastraban por las calles advirtiendo a chiquillos con sus ojos desorbitados. Nada nuevo bajo el sol.
Para colmo y alevosía, a los 15 comenzó a leer algunos clásicos como Penas del joven Werther o El lobo estepario. Como no podía ser de otra manera, ese egocentrismo juvenil característico que sitúa a todo adolescente por encima del bien y del mal lo empujaba a mirar al mundo con más hastío y desdeño todavía. En realidad tanto rechazo al entorno no era más un caparazoncito de concha blanda, pero la cuestión es que Rodrigo se lo creyó a pies juntillas.
Afortunadamente fue otro libro el que le hizo dar un giro inesperado y volver a mirar a la gente con ternura: "Lestat el vampiro". Un día, leyendo en un banco de una concurrida calle, empezó a mirar a la gente y comenzó a asombrarse por la belleza que desprendían desde su anonimato e ignorancia de sí mismos.
Se le despertó un nuevo tipo de hambre. Un hambre de vida. Se dio cuenta de que rondar a la gente desde la ternura y la fascinación le nutría y reconciliaba. Era como contemplar un juguete único, antiquísimo y frágil. Era precisamente esa fragilidad lo que más maravillaba a Rodrigo.
Pasó también de querer salir en todas las fotos familiares, a ser quien las hiciera. Con la fotografía encontró una manera fácil de acercarse a la gente, de rondarla y admirarla, de gruñirla de hambre, de dejarse seducir.