¿Dónde se han metido todos?

Andaba yo bastante perdida con lo que escribir hoy aquí. Para no repetirme —que es algo que hago muy a menudo—, he decidido dar un paseíto por el tiempo y bucear en los posts que he escrito desde que entré en Vemödalen en abril de 2018. Y me he dado cuenta de que la mayoría de las imágenes que he subido aquí tienen un elemento común: son fotos donde no hay nadie. Que el hormigón, las cosas abandonadas, las playas en invierno y los tejados me llaman más la atención que las personas no es un secreto; pero ¿hasta este punto? A lo mejor sí que hice fotos de gente y lo que pasó fue que se sintieron prisioneros en la imagen y decidieron marcharse sin dejar rastro. Yo creo que fue eso, sí. Estaban ahí, pero decidieron marcharse. Lo que pasó fue…

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Ramona miró por la ventana. El mar estaba un poco picado, lo normal en una mañana de marzo. Pensó que no le vendría mal dar un paseo y meter un ratito los pies en el agua. El contacto con la arena fría solía ayudarle a recordar que estaba viva. Salió y empezó a andar sin rumbo. Entonces vio un destello entre los juncos. Alguien estaba apuntando hacia ella con una cámara de fotos. Se agachó y respiro hondo un par de veces. “Espero que no me hayan cazado”, pensó.

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A Emilio y Juan les gustaba buscar cangrejos entre las rocas. Había días que se tiraban allí las horas muertas. Su madre les decía que no entendía cómo podían pasar tanto tiempo mirando al suelo. Desde que Jorge había desaparecido las cosas estaban un poco raras. Jorge era el vecino de abajo, había llegado al edificio dos años antes para quedarse a vivir con su abuela. Y llevaba diez días perdido. Desde entonces, a su madre le molestaba un poco que se marcharan a buscar cangrejos. Parecía asustada. Así que aquella tarde, cuando vieron que cerca de ellos alguien sacaba una cámara y les enfocaba con el objetivo, salieron corriendo. Ahí están. Al fondo de la foto. ¿Les ves?

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Marina es una gata peluda y suave, del color de las naranjas. No ha tenido una vida fácil. Nació en un rinconcito oscuro de un puerto marítimo malagueño. Cuando era bien pequeña, alguien que parecía humano pero que en realidad no lo era intentó ahogarla. Poco después, unos gatos con muy mala idea le arrancaron una oreja. Aquellas fueron las primeras de una serie de catastróficas desdichas que se fueron sucediendo unas a otras. Hasta que llegó a un pueblecito donde vivían personas que estaban dispuestas a cuidarla. Por fin había encontrado su lugar en el mundo. A Marina le encantaba trepar a los naranjos y echarse la siesta entre la fruta. El olor a azahar le adormecía y le hacía pensar en lo importante que era encontrar la felicidad en las cosas pequeñitas. En esas estaba, disfrazada de naranja entre las hojas verdes de un precioso árbol, cuando vio que alguien apuntaba hacia ella con una cámara. Eso no le gustó. Después de lo que había vivido prefería desconfiar por sistema. Así que pegó un brinco y… ¡hop!

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En el número 4 de la calle del Desconsuelo vivía una señora que tenía 123 años. Era un milagro de la naturaleza, nadie había conseguido vivir tanto tiempo sin morirse entre medias. Consuelo, que así se llamaba la señora, estaba en una forma física estupenda y salía a andar todos los días dos horas. Pero en uno de sus paseos, alguien descubrió su edad y su casa había empezado a llenarse de paparazzis que querían cazarla para sacar una foto suya en el Hola. Por eso, Consuelo ya no sale a la calle. Y cuando se asoma a la ventana, lo hace con cuidado, solo enseñando un ojo y una oreja. En su encierro, está trazando un plan para dominar el mundo. Está harta de las personas que no dejan vivir tranquilos a los demás. Y su primer movimiento va a ser liberar a todos los animales del zoo de Madrid. Yo sé todo esto porque la he visto el día que hice esta foto. Nos caímos bien y me dijo que no pasaba nada si quería hacer una foto de sus geranios. Pero a ella, no. ¡Fotos, no! ¡Fotos, no!